Opinión | Un carrusel vacío

El tiempo sin tiempo

El tiempo sin tiempo

El tiempo sin tiempo / El Día

«No puedo cantar, ni quiero, / a ese Jesús del madero, / sino al que anduvo en la mar», confesaba Antonio Machado en un célebre poema: «La saeta», que se popularizó en los años setenta gracias a Joan Manuel Serrat, quien lo convirtió en canción. En estos días, vuelve a mi memoria, y pienso que se trata de un poema mucho más crítico de lo que parece a simple vista, porque Machado refleja en él su idea de la religión: era un hombre profundamente espiritual, pero también anticlerical. Una cosa no impide la otra. Su fe se centraba en el amor fraternal propugnado por la figura de Jesucristo, pero consideraba que las instituciones eclesiásticas anquilosaban el progreso social. Escribe en otro famoso poema, «Retrato»: «Converso con el hombre que siempre va conmigo / –quien habla solo espera hablar a Dios un día–; / mi soliloquio es plática / con ese buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía». Cristo es, en su poesía, un filántropo; le importa más su humanidad que su carácter divino. No podía ser de otra forma en un poeta que se considera a sí mismo «en el buen sentido de la palabra, bueno».

Leo que se está llevando a cabo en el Ateneo de Sevilla una exposición sobre la Generación del 27 –Machado fue un maestro para todos ellos– y la Semana Santa sevillana. Fotografías de los años veinte, documentos variados y una selección de textos de poetas sevillanos como Adriano del Valle, Rafael Laffón, Juan Sierra… También Joaquín Romero Murube, guardián de los jardines del Alcázar, y Fernando Villalón, que soñaba con la poética hazaña de crear una raza de toros con los ojos verdes. Y Luis Cernuda. Él siempre se sintió diferente. Estuvo vinculado a la revista Mediodía, en la que publicaban todos ellos, pero acabó alejándose por considerarla demasiado provinciana. La Sevilla de aquella época no aceptaba su homosexualidad, por ejemplo, y él se burlaba llamándola «la Ciudad de la Grassia», aunque después, en su exilio, la recordara con nostalgia en su magnífico poemario en prosa Ocnos. Fue precisamente en un texto inédito que inicialmente iba a pertenecer a Ocnos donde reflejó su idea sobre Dios:

«Dios era ya para mí el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la astucia bicorne del tiempo y de la muerte, Y amé a Dios como el amigo incomparable y perfecto.

Fue un sueño más, porque Dios no existe. Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pasar. Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida. Me lo dijo la conciencia, que un día ha de perderse en la vastedad del no ser. Y si Dios no existe, ¿cómo puedo existir yo?».

Cernuda invocaba a una divinidad en la que no podía creer: he ahí su tormento. La idea de perfección o infinitud era representada por Dios, pero había llegado a la conclusión de que se trataba de una idea irreal. El poeta iba a caballo entre el puro ateísmo y el agnosticismo esperanzado, pero no luchaba por creer, como Miguel de Unamuno.

Desde mi posición de atea, a veces envidio esa esperanza de los creyentes. Como sostiene el existencialismo, a menudo resulta angustioso ser conscientes de que estamos solos frente a la realidad, sin nadie que cuide de nosotros. Mientras pueden, lo hacen nuestros padres. Después, las decisiones las tomamos nosotros; somos los únicos responsables de todos los errores y aciertos. La libertad es hermosa, pero también guarda sus espinas. Y eso por no hablar de la nada que espera al otro lado de la muerte. De ese punto concreto no estoy segura: me resulta inconcebible que los sentimientos, la conciencia, se pierdan en la vastedad del no ser. Soy incapaz de creer en un cielo, pero me niego a pensar que todo desaparece sin más.

Aquellos que pensamos o sentimos demasiado sufrimos más que quienes viven de forma más ligera, sin darle demasiadas vueltas a las cosas, sin albergar grandes aspiraciones o expectativas. Son felices sin darse cuenta; nosotros perseguimos desesperadamente la felicidad, que nos parece inalcanzable. La fe no exige explicaciones y, más allá de todos los errores históricos cometidos por la religión, tiene un punto inocente y bonito creer en un ente superior y amoroso que nos protege, como quien cree en las hadas o en los Reyes Magos.

Imagino a Luis Cernuda caminando por Sevilla. De fondo, tambores y cornetas. Él contempla la luna llena y, muchos años más tarde, en el exilio mexicano, la recuerda y escribe: «Azahar, luna, música, / Entrelazados, bañan / La ciudad toda. Y breve / Tu mente la contiene / En sí, como una mano / Amorosa. ¿Nostalgias? / No. Lo que así recreas / Es el tiempo sin tiempo / Del niño».

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