Opinión | Retiro lo escrito

Vargas Llosa

Como crítico de las izquierdas fue espléndido, como apologista de las derechas, en cambio, se equivocó demasiado a menudo

Mario Vargas Llosa y su segunda mujer, Patricia Llosa, en la cena de gala del Nobel que recibió en 2010.

Mario Vargas Llosa y su segunda mujer, Patricia Llosa, en la cena de gala del Nobel que recibió en 2010. / Claudio Brescinai - EFE

Aspirarle a contarlo todo: esta ambición inhumana que solo puede acoger un hombre es a lo que aspiraba Mario Vargas Llosa. Desde niño aseguró que desde niño quería ser escritor, pero eso es inexacto. Quería ser el escritor después de haber devorado y metabolizado a sus maestros: Flaubert, Camus, Faulkner et alii. También quería ser y lo fue desde el principio un escritor exasperantemente ordenando, juicioso, metódico, trabajador, cualidades que debió desarrollar para abrirse paso en circunstancias familiares y sociales bastante difíciles. Ahora son animales mitológicos: gente con una pasión que a la vez consumía y resucitaba su alma.

Así que me caso con la tía Julia, me voy a París y enseguida me quedo sin un céntimo, encuentro dos trabajos que suman doce horas entre la tarde y la noche, y por la mañana, en cuanto amanece, me pongo a escribir. Los escritores que uno conoce (tengan 50 o 20 años) se echarían a llorar de miedo si intentaran semejante vida.

Vargas Llosa no. Un escritor extraño, un anacoreta mecanografiando día a día, sin una queja o un desmayo, y sin embargo, un hombre que tiene familia y amantes, que imparte clases y recorre el mundo, que dicta artículos e intenta ser presidente del Perú, que toma el té con Margaret Thatcher y le dice en la cara a Octavio Paz que el PRI es la dictadura perfecta, que rompe ejemplarmente con la izquierda pero se empeña en imaginar una derecha liberal que en América nunca existió, que gana el Nobel y se encama con Isabel Presley, que dirige programas de televisión y, después de todo, sabe cuándo callarse, porque la demencia acecha ya, y se despide de las novelas y de los artículos y rodeado de su mujer y sus hijos se hunde dulcemente en el olvido hasta un domingo como cualquier otro domingo. Hay otros que a través de la literatura han vivido por delegación.

Para Vargas Llosa la literatura fue siempre fuego vivo que ilumina y quema y nunca un pretexto para no vivir, para no comprometerse, para no arriesgarse al error, para saciar una curiosidad irreductible y que a veces le llevaba a cosas tan raras como intentar aprender alemán a los setenta y tantos años o leerse a todo Pérez Galdós para no entenderlo demasiado.

A Mario Vargas se le leyó bien hasta finales de los setenta. Es un novelista que publicó dos obras maestras consecutivas –La casa verde y Conversación en La Catedral, mi favorita– que son un prodigio de invención, de sabiduría técnica, de inteligencia narrativa. Dos ejemplos de novela total: descripción e interconexión de realidades. Una novela política, social, psicológica, erótica que, según el propio Vargas Llosa, «es múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza narrativa varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos». ¿Qué hacer cuando uno ha escrito dos maravillosos ejemplares de ese monstruo, cuando uno ha culminado el deicidio y ha sustituido a dios como narrador? Descansar un poco y escribir dos novelas tan brillantes como divertidas: La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras.

Sí, yo sospecho que después no se siguió entendiendo bien al maestro peruano. Porque después de La guerra del fin del mundo –una novela admirable que no emociona a nadie– en los ochenta y noventa publicó novelas de menor calidad –textos como Lituma en los Andes y ¿Quién mató a Palomino Molero? son fracasos muy bien escritos– y se convirtió en objeto de abominación del rojerío español y latinoamericano, que no toleraba que nadie, y menos un tipo con corbata y gemelos, desmontara sus épicas liberticidas.

Como crítico de las izquierdas fue espléndido, como apologista de las derechas, en cambio, se equivocó demasiado a menudo. Yo me quedo, en su etapa final, con El hablador y La fiesta del chivo. Leeré hasta el fin a Vargas Llosa: con admiración, con placer en el acuerdo o en la disconformidad, con agradecimiento.

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