Opinión | Verdiales
Inés Martín Rodrigo
Los muertos nos sobreviven

El número de muertos en ataque ruso contra Sumi supera la treintena, incluidos dos niños
Los muertos nos sobreviven. No envejecen. Se quedan anclados a la edad a la que fallecieron, eternamente. Niños, jóvenes, adultos o más viejos. Dejan de cumplir años. Todos. Nosotros, no. Cargamos con los nuestros, el tiempo que va transcurriendo, y con ellos, las ausencias, de las que estamos hechos, también la vida, pasada, presente y futura, en la que los difuntos siguen viviendo, nos acompañan, sin marchitarse, sí su recuerdo. Pienso en el hermoso final de Los muertos, el cuento con el que James Joyce cierra Dublineses; lo leo, traducido por Guillermo Cabrera Infante: «Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos». O en ese otro relato, de Flannery O’Connor, Más pobre que un muerto, imposible: «El mundo se creó para los muertos. Piensa en todos los muertos que hay –dijo, y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió–: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos pasan vivos!». Y hasta en Alguien camina sobre tu tumba, los viajes a cementerios de Mariana Enriquez, donde la argentina se confiesa enamorada de los camposantos. Lo entiendo. La entiendo. A mí me reconfortan. No es extrañeza, ni miedo o inquietud, lo que siento paseando entre las sepulturas. Es otra sensación, de alivio, compañía, sus vidas detenidas se entrecruzan con la mía, sabiendo que la tarde, con su crepúsculo, cae para todos, como la nieve en el cuento de Joyce. Eso quise decirle a mi hermana hace un par de años, cuando mi sobrino Rodrigo, que entonces tendría cuatro, nos acompañó a dejar flores en el panteón en el que está enterrada nuestra madre y, de camino, fue leyendo, en voz alta, los nombres esculpidos en las tumbas que se iba encontrando. Estaba aprendiendo a leer y aquellas eran letras que formaban palabras, nada más, aunque preguntó quiénes eran las personas de las fotos que había en algunas lápidas, por qué estaban allí. Yo quise decirle, explicarle, darles identidad a todos esos muertos. Igual que ahora, por ejemplo, le hablaría, lo estoy haciendo, del Cementerio de los anónimos de Viena. Su origen se remonta a 1854, cuando se sepultó en ese lugar de la ciudad austriaca un cadáver desconocido al que las aguas del Danubio habían llevado hasta allí. No fue el único. Los remolinos y las corrientes que se concentran a esa altura del río conducían sin cesar a ese punto exacto del cauce fluvial cuerpos de personas ahogadas. Todas ellas, muchas, la mayoría, sin nombre, fueron enterradas en ese improvisado cementerio al que, en el año 1900, sucedió otro justo al lado, el actual, para evitar las frecuentes inundaciones que anegaban el terreno, como si el agua quisiera recuperar a sus muertos. Allí yacen más de un centenar de cadáveres, la mitad sin nombre, suicidas, asesinados, víctimas sacadas del Danubio. Como esa niña que dejó de cumplir años a los 13. No envejeció. Sobre ella sigue cayendo «leve la nieve, como el descenso de su último ocaso». Nos sobreviven, eternamente, los muertos.
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