Opinión | La Calle Nueva
Peregrina o prisionera, la historia…

José-Carlos Mainer / Heraldo de Aragón
La historia es triste a veces, y muchas veces, y se repite tantas veces como la muerte o como la enfermedad o como el olvido. Ahora tengo ante mi un subrayado sobrecogedor que escuché leer en la Residencia de Estudiantes, donde Lorca fue feliz. Un impresionante recuento de lo que pasó desde que Franco tocó a rebato y empezó la guerra civil.
Fui a escuchar un diálogo sobre La edad de Plata, de José-Carlos Mainer, que fue catedrático en la Universidad de La Laguna. A Mainer no lo conocí en la isla, pero escuché nombrarlo muchas veces porque su amigo, don Domingo Pérez Minik, lo tenía en gran estima intelectual, académica y personal.
Nacido en Zaragoza en 1944, Mainer ha sido profesor o catedrático en su ciudad, en Tenerife, en Barcelona, y ha escrito literatura propiamente dicha además de ensayos sobre las distintas ramas de esta pasión que es el oficio de leer y de contarlo. Por esa y por otras razones, fui a la Residencia de Estudiantes como un alumno que estuviera rindiéndole recuerdo a su maestro.
En este caso, además, como si fuera un secreto admirador delegado por aquel hombre, don Domingo, que nos hizo querer a la gente siempre con buenas razones de admiración y de seguimiento. Así que me fui a la Residencia con mi libreta y con mi lápiz para tomar nota de lo que dijeran Domingo Ródenas y Jordi Gracia, alumnos y admiradores de Mainer, y de lo que dijera el propio Mainer.
Éste se sentó, con su mujer, en la zona del público, y al final, después de una discusión interesante y divertida de los que lo acompañaban desde el estrado, convocaron al maestro a hablar de la hechura de ese libro, La edad de Plata. Ensayo de interpretación de un proceso cultural, que ha publicado Taurus, cuyo director, Miguel Aguilar, me hizo sentar a su lado.
Fue una clase superior de literatura, llevada por los presentadores, que fueron en todos los casos admirativos con la obra general de Mainer y agradecidos como alumnos que seguramente son lo que ahora resultan ser, en los dos casos, punteros de este tiempo obligado a hacer de la lectura un ejercicio de criba y de exigencia.
En esa tarea Mainer fue su ejemplo y su maestro, y este libro en concreto, La edad de Plata, resulta una muestra máxima de su capacidad de búsqueda de lo que fue, en el siglo XX, la responsabilidad literaria y, también, la persecución (y la muerte) de muchos de sus protagonistas. Mainer rinde en ese libro homenaje a los que hubieron de irse de España en los años en que la contienda civil ya se hizo insoportable y se sucedieron asesinatos que hallaron su símbolo mayor en la ejecución de Federico García Lorca, que ni los siglos no lograrán acallar.
Lo escuché todo como si fuera un muchacho en clase, queriendo saber más, y a ello me ayudaron los intervinientes, que conversaban también como alumnos con ventaja (pues fueron discípulos de Mainer, como digo) y el propio profesor cuando a él le tocó tomar la palabra desde el estrado.
En un momento determinado de este debate de maestros fue leída una impresionante página (la 410-411) de La edad de Plata, y aunque todo el recuento que hace Mainer está en la historia de lo que hemos sabido a lo largo del tiempo, yo sentí el escalofrío que la injusticia devuelve siempre que se explica aquel desastre que empezó en 1936 y que yo creo que aún no ha acabado.
El texto de Mainer, sustancia de esa época, queda aquí reducido, pero los nombres propios dan idea de lo que fue aquella masacre humana que también resultó la derrota de un tiempo y de un país triste.
Transcribo al menos las primeras líneas de ese escalofrío: “Pero también la biología –ayudada a menudo por las balas—procedió a la liquidación acelerada del panorama literario. Un mes antes del estallido de la guerra moría Valle-Inclán, víctima de un cáncer. El último día de 1936 falleció Unamuno, hundido moralmente por el desastre y purgando aun las consecuencias de su enfrentamiento con Millán Astray en los actos del paraninfo salmantino. Antes murió Ramiro de Maeztu, fusilado en las represalias que siguieron a los bombardeos de Madrid y con su cuerpo parece que enterraron las notas que redactaba de una Defensa del espíritu. A los pocos días de acabada la guerra le seguía Antonio Machado, muerto al poco de comenzar su exilio en Francia y con un solo e inquietante verso por despedida: Esos días azules y ese sol de la infancia. Apenas sobrevivió unos meses al destierro Manuel Azaña, último presidente de la República y víctima incruenta de la pesadilla fratricida que analizó en las páginas de sus cuadernos personales de la guerra en las de La velada en Benicarló. A mano airada murió García Lorca, la mayor pérdida literaria de la Guerra Civil, aunque el lugar que dejó como ciudadano no fuera mayor que el de tantos muertos anónimos que sólo vieron en su final la tierra de un talud o la cal de una tapia”.
El recuento sigue. El sobrecogimiento que trae la historia acaba así en la escritura de José-Carlos Mainer: «Peregrina o prisionera, la historia de la literatura española pudo más que la fuerza de sus enemigos».
El libro del maestro es un puño en el aire de la historia y de la literatura.
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