Opinión | Observatorio

Ley de Presupuestos: obligaciones y mutaciones constitucionales

Ley de Presupuestos: obligaciones y mutaciones constitucionales

Ley de Presupuestos: obligaciones y mutaciones constitucionales / El Día

Durante las últimas semanas se ha discutido largo y tendido sobre la decisión del Ejecutivo central de no llevar al Congreso de los Diputados un proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado, argumentando que carece de suficientes apoyos en la Cámara Baja para su aprobación y considerando que pasar por el trámite parlamentario, a sabiendas de no lograr el objetivo, constituye una pérdida de tiempo y un esfuerzo inútil. Ambos (la no presentación de los presupuestos por parte del Gobierno y el razonamiento esgrimido para justificar dicha decisión) suponen una anomalía constitucional digna de análisis.

El artículo 134.3 de la Constitución refleja el siguiente contenido literal: «El Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior». Tanto el formato imperativo del verbo (deberá presentar) como el resto del texto del precepto, no dejan lugar a duda sobre la naturaleza del mandato impuesto desde nuestra Carta Magna. En ese sentido, la decisión voluntaria por parte del Ejecutivo de no presentar en el Congreso su proyecto de Ley de Presupuestos se traduce en un incumplimiento de su obligación constitucional.

No obstante, para restar importancia a esta vulneración tan clara, se utilizan tres tipos de discursos. El primero, que no se trata de una obligación real, pues no se prevé una concreta sanción en caso de incumplimiento. El segundo, que carece de importancia, ya que la norma prevé que se prorroguen los anteriores presupuestos de no existir otros nuevos. Y el tercero, que esta misma situación ya se ha producido en años anteriores. Sin embargo, semejantes intentos de justificación merecen ser rebatidos o, si quiera, matizados. La exigencia de sanción en caso de incumplimiento, como requisito para considerar la previa existencia de una obligación jurídica, es una característica propia del Derecho penal o sancionador pero, fuera de ese concreto ámbito, es incierto que resulte imprescindible la concreción de un castigo para poder hablar en rigor de un deber u obligación jurídica. No todo lo que en Derecho Constitucional se establece como obligatorio tiene prevista una sanción en caso de incumplimiento. La eficacia jurídica de los preceptos constitucionales es innegable, y en ello coinciden la jurisprudencia de los tribunales, la doctrina académica y la propia lógica dogmática del Derecho. Existiendo norma jurídica, existen derechos y obligaciones. Lo contrario es negar la propia naturaleza jurídica del texto constitucional.

Por otro lado, que se prevea como solución a la ausencia de nuevos presupuestos una prórroga de los anteriores tampoco sirve como excusa. Para empezar, la Constitución contempla dicha solución para el supuesto de que las Cortes Generales no aprueben la Ley (y no porque sea el Ejecutivo el que incumpla el mandato de presentar su proyecto). Y, para concluir, que se aplique dicha medida como reparo ante la ausencia de presupuestos no evita que pueda hablarse de incumplimiento. Igualmente, que en el pasado se haya vulnerado un precepto no justifica sus inobservancias posteriores. El quebrantamiento del mandato resulta claro y en esos términos ha de asumirse y reconocerse.

Pero, más grave si cabe que la infracción cometida, considero su intento de justificación. Que el Gobierno sólo presente sus proyectos (de presupuestos u otros) si tiene previamente garantizados los apoyos necesarios para su aprobación desnaturaliza al Parlamento en varios sentidos. De hecho, supone relegar al órgano parlamentario a una Cámara que se limita a ratificar lo que se ha acordado previamente fuera de su sede. Por lo tanto, el Congreso de los Diputados (como, en su caso, el Senado) dejará de ser la institución donde se debatan, negocien, acuerden y aprueben las leyes para ceñirse a rubricar los discutido y pactado por el Ejecutivo con los órganos de dirección de otras formaciones políticas en reuniones mantenidas al margen de la tramitación parlamentaria.

Así, la degradación de nuestro sistema parlamentario, tal y como lo hemos conocido hasta la fecha, ha llegado a un punto en el que procede redactar su certificado de defunción. En teoría, debe ser en las Comisiones legislativas de las Asambleas parlamentarias, en los plenos de dichos Parlamentos y, desde luego, en el seno de las instituciones cuyos protagonistas son los representantes del pueblo, donde deliberar, concertar y aprobar los acuerdos que derivarán en leyes. Si las reuniones, discusiones, transacciones y alianzas se forjan en las sedes de los partidos entre sus máximos responsables y el Gobierno, se reniega del Parlamento como principal institución de un modelo supuestamente parlamentario y se convierte a diputados y senadores en marionetas obedientes y dóciles que certifican las decisiones tomadas por otras personas y en otros foros.

La degeneración (humillación, diría yo) del Parlamento actual proviene de diversas prácticas. Destaca la proliferación y el abuso por parte del Gobierno de la figura del Decreto Ley. A ella se añade la aceptación normalizada y generalizada de la «disciplina de partido» en las votaciones legislativas y la cada vez más habitual abundancia de normas denominadas «ómnibus» (la mezcla de regulaciones inconexas de materias muy dispares), que afectan a la seguridad jurídica y al respeto hacia una técnica legislativa depurada. Pero tal vez la idea más peligrosa radique en presentar en el Parlamento proyectos o proposiciones consensuadas previamente en otros escenarios y por otros actores políticos, reduciéndose la labor de las Cortes a su mera ratificación. Ello supondría una mutación constitucional de tal calibre que derogaría «de facto» todos los manuales que explican y enseñan nuestro modelo constitucional.

Probablemente, gran parte del problema se origine en la denominada «polarización» de la vida política, donde el nivel de enfrentamiento partidario impide cualquier debate o negociación racionales y sosegados. Basta con contemplar las bochornosas sesiones en las que sus señorías se increpan y se conducen pésimamente para llegar a la conclusión de que, en estas condiciones, ni va a prosperar ningún análisis riguroso ni va a abrirse paso la responsabilidad institucional, habida cuenta de que pesan más las estrategias de desgaste ideadas y puestas en práctica por los bloques enfrentados.

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