Opinión | Observatorio

Kim Amor

Cayucos en la tierra de Kunta Kinte

Cayucos en la tierra de Kunta Kinte

Cayucos en la tierra de Kunta Kinte / El Día

Osman es un joven taxista informal que cada día se planta frente al puerto de Barra, ciudad situada en la costa norte de Gambia. Espera la llegada de los ferris que proceden de Banjul, la capital del país africano. Su objetivo es conseguir clientes extranjeros que deseen visitar Sant James, el islote que sirvió en el pasado como centro del comercio de esclavos. La diminuta isla, que conserva las ruinas de un fortín británico, se rebautizó hace una década con el nombre de Kunta Kinte, el protagonista de la novela Raíces del escritor afroamericano Alex Haley, un relato escalofriante sobre la caza y venta de esclavos con destino a las Américas.

Esto fue entre los siglos XVII y XIX. Hoy, Gambia es otro punto de partida, pero esta vez de miles de subsaharianos que intentan tomar el backway (camino secundario), el término coloquial que utilizan los gambianos para referirse a la migración irregular para llegar a Europa. La mayoría de estas personas migrantes lo hace a bordo de cayucos y tienen como primer destino las islas Canarias. Las embarcaciones también salen de las costas de Senegal y Mauritania. Según datos de la oenegé Caminando Fronteras, 9.757 personas murieron el año pasado en la conocida como ruta atlántica, «la más letal del mundo».

Con más del 80% de la población activa en el sector informal y cerca del 50% bajo el umbral de la pobreza, no es extraño que el 9% de los jóvenes gambianos intenten emigrar cada año o, como mínimo, tengan la idea en la cabeza. «He pensado muchas veces en subirme a una de estas barcazas», dice Osman mientras conduce por una de las pocas carreteras asfaltadas del país más pequeño de África, poblado por algo más de dos millones de habitantes. «Sé que es peligroso. Mi hermano desapareció en el mar», añade con voz trémula. De 20 años de edad, Osman explica que la peligrosa travesía por el Atlántico hasta el archipiélago español dura como mínimo siete días, dependiendo de las potencias de los motores, y cuesta entre 700 y 800 euros, una verdadera fortuna. Muchos venden todo lo que tienen para pagar a los traficantes de personas.

A simple vista cuesta localizar Gambia en el mapa, cuya extensión es algo menor que la provincia de Lleida. El territorio, rodeado por Senegal, está dividido por el río del mismo nombre, que cruza el país de este a oeste. La zona cero, desde donde salen la mayoría de cayucos, se encuentra en las playas del sur, en la franja de costa que une las localidades pesqueras de Gunjur y Kartung. «Aquí no hay ninguna familia que no tenga algún pariente en España y algún desaparecido en el mar», explica Lamín, un activista social y medioambiental de la zona.

Se respira pobreza por todos lados. Con una balanza comercial negativa, Gambia importa gran parte de lo que consume. Su principal fuente de ingresos es la exportación de cacahuetes, además de la pesca, aunque gran parte del sector pesquero está en manos de empresas chinas. Poco se queda en Gambia. A cambio de condonarle una deuda en 2017 de cerca de 13 millones de euros, Pekín invirtió 30,5 millones de euros para el desarrollo de la agricultura pero, sobre todo, para adquirir licencias de explotación de los ricos caladeros gambianos. «Los grandes barcos chinos arrasan con todo», se queja Lamín. «Se llevan casi todo el pescado, que es la dieta básica de estas comunidades».

Una de las plantas de procesamiento está en Gunjur. La actividad pesquera en su playa es frenética, sobre todo cuando las coloreadas barcas tradicionales llegan repletas de pescado a media tarde. Filas de hombres y algunas mujeres se adentran varios metros en el mar para desembarcar la mercancía a tierra y ponerla a salvo de bandadas de gaviotas hambrientas. Lo que no va a parar a la empresa china se intenta vender en el atiborrado mercado local.

En Tujereng, no muy lejos de Gunjur, está la sede de la oenegé Africa Mbolo, una asociación mixta creada hace años por el gambiano Malang Sambou y la catalana Sílvia Llopart. «África es un continente, no un contenedor», afirma Sambou. Uno de sus proyectos destacados es el centro de formación y ocupación para mujeres Fandema, que entre otros oficios forma a futuras instaladoras de placas solares.

Sambou, que estudió un máster en energías renovables en Barcelona, condena la sobreexplotación pesquera china y el vertido de residuos, pero reconoce que China contribuye al desarrollo del país con la construcción infraestructuras, como carreteras, puentes o centros de salud.

Ante las limitaciones económicas en el sector pesquero, Osman seguirá ganándose la vida como taxista informal. De momento, ha resistido la tentación de subirse a un cayuco. Antes de visitar la isla de Kunta Kinte, el joven hace parada en el pequeño y poco cuidado museo dedicado a la esclavitud, donde se muestra la tragedia que vivieron sus antepasados. De 1650 a 1860, entre 10 y 15 millones de personas fueron trasladados en barcos como ganado al contiene americano desde África Occidental. No lejos del museo, una estatua recuerda esta historia inmunda. En la base del monumento está escrito «Never Again» (Nunca Más).

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