Opinión | A babor
No todos quieren besarle el culo

Donald Trump posa con un grupo de mineros tras firmar el decreto con el que impulsa el usa del carbón en EEUU. / DPA vía Europa Press
Donald Trump lo soltó anteayer en voz alta, en un acto ante las cámaras de televisión: «Todo el mundo quiere besarme el culo». Una frase tan reveladoramente suya como su peinado. Pero en esta ocasión no es solo la expresión vulgar de un ego sin freno. Es también la clave de lo que –al estilo sin remilgos de Trump– representa una estrategia global: Potus cree que, en el tablero internacional, basta con imponerse, demostrar la propia capacidad de ejercer la fuerza bruta, mover la silla propia y las ajenas con estrépito y esperar que socios, aliados y adversarios se achanten y rindan pleitesía. Y si no lo hacen, entonces se recurre a la coreografía de la humillación (lo hicieron él y su cuerda de tiralevitas, miserablemente, con su invitado Zelensky). O se hace el ofendido, o sabotea las reglas del juego y hace ruido y acumula –una tras otra– narrativas cada vez más osadamente embusteras. Por ejemplo, llamar «ganancia» a lo que no es más que ruina compartida.
El último episodio de este reality psicogeopolítico es la guerra arancelaria con China, una partida de póker global, en la que Trump apuesta con las cartas marcadas, y exige a los demás que le dejen ganar. Su particular mundo interior mezcla dos psicologías para contemplar desde lejos: la del tiburón inmobiliario acostumbrado a comprar suelo barato y dar el pelotazo, y la del vendehumos que sabe liarla en la tele. Agresividad y teatro. Esa es la lógica que ha trasladado sin cautelas ni filtros a la política exterior de la principal potencia mundial. Pero detrás del show, de los excesos y el ego desbordado, hay razones mucho más profundas. Son los dos fantasmas que preocupan no sólo a Trump, también a su equipo de economistas: el déficit comercial y la deuda USA. Para los asesores que intentan poner orden en la volcánica forma de hacer las cosas de Potus, China no es solo el gran competidor global, sino el gran acreedor. El gigante asiático controla más de 800.000 millones de dólares de deuda estadounidense, una cifra que convierte a Pekín probablemente en el principal financiador del metastásico déficit público de EEUU: 34 billones de dólares. Y que China puede tener en sus manos el control de la economía de la Great América es para Trump no ya un peligro, sino una humillación nacional.
Por eso la guerra comercial no es solo una estrategia política, sino una cruzada muy muy personal. Trump no distingue entre balanza de pagos y orgullo patrio: cree que si China exporta más de lo que importa, le está robando a su administración. Y que si EEUU compra más de lo que vende, es porque está siendo estafada. Y cree que la única forma de recuperar la grandeza americana es castigar a quienes, como China, se han beneficiado del libre comercio. Aunque eso implique calcinar hasta que sólo queden cenizas todo el sistema que ha permitido a EEUU liderar el mundo durante décadas.
Las amenazas le han servido hasta ahora con algunas democracias, que intentan negociar por su cuenta un mejor trato. Pero Trump no controla el juego en todos los tableros. No conoce hasta dónde puede llegar China, un país autoritario, con una administración acostumbrada a obedecer a sus líderes, y una sociedad adaptada desde Confucio a pensar en el interés colectivo. China no va a jugar con las reglas de Trump. China ya conoce los trucos del tahúr de la Casa Blanca, desde que se enfrentó a él en la guerra comercial de 2018. China no va a besarle el culo al presidente USA. Su respuesta a la guerra comercial no va a ser negociar, sino contestar con la misma brutalidad arancelaria, sin estridencias ni espectáculo. Ayer respondió subiendo un 84 por ciento los gravámenes a productos estadounidenses, situando el arancel en el 104 por ciento. Y además ha denunciado ante la Organización Mundial de Comercio la ruptura arbitraria de las reglas y ha aplicado un castigo directo a las exportaciones agrícolas que llegan a China desde las granjas de los votantes de Trump. China no hace teatro: entra en la guerra aplicando cirugía económica de precisión. Donde más duele.
Estados Unidos puede quedarse solo. Solo contra China. Solo contra Europa. Solo frente a sus propios vecinos, México y Canadá, frente a Australia, Japón, Corea del Sur, Panamá, Groenlandia… A todos ellos Trump trata con amenazas y desdén autoritario. Pero hay cosas que cambian: hace veinte años EEUU representaba el veinte por ciento de las importaciones mundiales, hoy apenas al 13. La apuesta de Trump contra la globalización, su gestión en la OTAN, su proteccionismo y aislamiento, empujan hacia la desamericanización del planeta. En el mundo del siglo XXI, ningún país puede imponer su voluntad sin aliados, sin reglas comunes, sin un mínimo de coherencia institucional. A Trump no le importan esas cosas. Le basta con su ego, su baraja trucada y un público entregado. Pero el público es muy cambiante, tiende a desertar cuando las cosas se ponen feas.
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