Opinión | Retiro lo escrito
La infinita misericordia

El presidente de EEUU, Donald Trump. / Andrew Leyden/ZUMA Press Wire/dp / DPA
Menos mal que, como consuelo, existen tipos como un tal Rallo que, a los cinco minutos de anunciar Donald Trump que suspendía las subidas de aranceles en los últimos días (exceptuando el 10% generalizado del principio y las pedradas contra China), subrayó triunfalmente: «Nada nuevo. Esto formaba parte del plan». Al parecer la Casa Blanca ha comunicado su estrategia a este egregio tolete y lo mantiene informado periódicamente. En fin. Lo más probable es que el Viejo Idiota, después de recibir presiones de su propio entorno, haya decidido aflojar. Anteayer, por la noche, transmitió que dirigentes políticos de todo el mundo le estaban besando el culo para que suprimiera los aranceles. O besan muy bien, chupchup, o Trump se ha intranquilizado algo. No demasiado. Porque esto, obviamente, no acaba aquí. Con o sin negociaciones Trump no renunciará a la amenaza como modus operandi. O para ser más exactos: no renunciará a la imprevisibilidad agresiva, grosera, mafiosa, ni en su política doméstica ni en su política internacional. Tampoco está de más advertir que los suspiros de alivio tampoco están plenamente justificados, porque solo la guerra arancelaria con China, a través de un contagio con los países asiáticos desarrollados, puede provocar tensiones inauditas en lo financiero, lo económico y lo comercial: otro camino, más largo pero no menos amenazador, para desembocar en una recesión mundial.
Han pasado apenas dos meses y medio desde que el Viejo Idiota tomara posesión y ya se está preocupando por las elecciones presidenciales de 2028, porque aspira a un tercer mandato contra lo establecido por la Constitución –y necesita dos tercios en ambas cámaras del Congreso para aprobar una reforma constitucional–. Mejor sería observar más detenidamente su comportamiento personal en las últimas semanas. Trump apenas trabaja, aunque se le ve mucho por la tele. Jamás llega a su despacho antes de las diez de la mañana. No celebra reuniones de trabajo. No lee los informes ejecutivos. Sus pequeños mítines son cada vez más planos, más estúpidos, más repetitivos. Parece que imita a Ronald Reagan, que se largaba al rancho al mediodía del viernes y no regresaba hasta la mañana del lunes. Pero Reagan tenía un equipo con personas tan moralmente equívocas como profesionalmente solventes y no un infecto rebaño de cabras, como los elegidos por Trump, que a pesar de pretender lo contrario no es un anciano que rebosa salud ni agilidad mental.
Los noventa días de prórroga no desmienten, sino más bien acentúan la hipótesis de que los aranceles no se gestionan por los trumpistas como un instrumento de política comercial, sino como marcos móviles de extorsión política, con objetivos básicamente políticos, y solo después económicos. Los aranceles son, igualmente, otra de las trincheras desde las que Trump refuerza su autoridad presidencial, desafiando normativas jurídicas y reglamentarias, despreciando explícitamente la división de poderes, reclamándose como el centro de la estructura institucional de los Estados Unidos como una fuerza omnímoda que no debe informar a nadie y que entiende que su voluntad carece de límites. Asombrosamente ni senadores ni representantes han elevado un reproche digno de tal nombre hacia Trump, aunque sea jurídicamente discutible que pueda hacer saltar por los aires los compromisos comerciales de los Estados Unidos.
Dentro y fuera de su país el trumpismo es una versión suicida de la doctrina del shock que describió Naomi Klein hace casi veinte años No, no estamos ahora a salvo gracias a la infinita misericordia de Trump. Esa misericordia es solo otro aspecto de su mezquina y ruin imbecilidad, de su hedionda sed de poder, de la corrupción de una oligarquía mendaz y letal.
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