Opinión | Internacional

Groenlandia, objeto de deseo

Vista de Nuuk, capital de Groenlandia, cuya riqueza en tierras raras es clave en el debate sobre cómo sustentar una futura independencia de Dinamarca.

Vista de Nuuk, capital de Groenlandia, cuya riqueza en tierras raras es clave en el debate sobre cómo sustentar una futura independencia de Dinamarca. / EFE

Groenlandia, que con sus sólo 56.000 habitantes está considerada la mayor isla del mundo –Australia, mucho mayor, tiene consideración de continente– , se ha convertido últimamente en objeto de todos los deseos.

Sobre todo desde que, con su siempre brutal retórica, el nuevo presidente de EEUU, Donald Trump, habló de anexionársela a base de dinero o, en el peor de los casos, por la fuerza militar.

Situada entre los océanos Atlántico y el Ártico y colonizada ya en el siglo X por poblaciones de origen nórdico procedentes de Islandia, Groenlandia pasó a depender de Dinamarca en 1814 tras la disolución del Reino de Dinamarca y Noruega.

En 1979, el Gobierno de Copenhague le concedió la autonomía y en 2008 transfirió al Gobierno local la mayor parte de las competencias, reservándose la política exterior y de seguridad, así como la financiera.

Y si esa isla, cubierta en un 80 por ciento de su superficie por una espesísima capa de hielo a pesar de que su nombre en danés significa «isla verde», es ambicionada ahora por el Gobierno de Trump es no sólo por su importante situación geoestratégica sino también por las riquezas minerales del subsuelo.

Al oro, el platino o el hierro o el zinc se suman el niobio, el litio, el uranio y otros minerales y tierras raras indispensables para el desarrollo tecnológico y con las que, según los expertos, Groenlandia podría cubrir las necesidades del mundo durante siglo y medio.

El Gobierno autónomo groenlandés lleva tiempo interesado en impulsar la explotación de tan valiosos recursos porque facilitaría su eventual independencia de Dinamarca y la constitución de un Estado propio.

Hay, sin embargo, problemas como sucede, por ejemplo, con Kvanefjeld, el segundo depósito más grande del mundo de óxidos de tierras raras y uno de los mayores de uranio, que, por decisión del Parlamento autónomo, no se ha podido explotar hasta ahora por los riesgos medioambientales en un entorno tan sensible como el Ártico.

Algo que en absoluto importaría a Donald Trump, quien ha mostrado interés en esas tierras raras aunque no es, sin embargo, el primero en hacerlo. Se le adelantó ya hace dos años la propia Comisión Europea, que llegó a un acuerdo con el Gobierno de Nuuk para explotar las riquezas de su subsuelo.

Tanto EEUU como la Unión Europea quieren independizarse cuanto antes de las tierras raras de China, país que domina actualmente el mercado, y ven la gran oportunidad que ofrece Groenlandia, sobre todo gracias al progresivo deshielo, lo cual facilitaría los trabajos.

Deshielo que al mismo tiempo deja más libres en ambas direcciones tanto para la marina mercante como, desde un punto de vista estratégico, las fuerzas aeronavales y submarinas de Rusia y de la OTAN los llamados pasajes del Noreste y del Noroeste, que permiten cruzar por la ruta polar del Pacífico al Atlántico o a la inversa a través de los estrechos de Bering y de Davis.

Esas consideraciones estratégicas, unidas a la ambición manifestada por Trump, son las que llevaron al general austriaco Robert Brieger, presidente del comité militar de la UE, a recomendar el estacionamiento en Groenlandia de soldados europeos.

Tesis a la que se apuntó también el ministro de Exteriores de Francia, Jean-Noël Barrot, quien habló de «una nueva zona de conflicto, amenazada de injerencias extranjeras» tras entrevistarse con la primera ministra danesa, Mette Frederiksen.

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