Opinión | Arenas movedizas
Historias del tren
Los viajes de larga distancia han convertido el vagón en un microcosmos social: el que grita al teléfono, el del picnic nada más acoplarse, el niño que corre, el que ronca, el que se baja en Madrid y se va preparando en Albacete. El mundo en 13,140 metros

Viajeros en el andén de un tren AVE. / EP
He buscado en Google ‘frases de trenes’ y salen miles de referencias, la mayoría solemnes, la mayoría mentira. La más célebre, esa que dice que hay trenes que pasan una vez en la vida, es la más falaz, aun a costa de parecerlo —a veces lo parece— si a algún lector ha perdido el tren en Chamartín o en Sants o en la Joaquín Sorolla de Valencia o en Vigo-Urzaiz o en Oviedo o en Murcia-El Carmen o en Santa Justa o en Alicante Terminal. Cancelado o retrasado son las dos palabras más temidas por el viajero. Uno desconoce el inmenso poder de un participio hasta que se encuentra con una de ambas acepciones en los paneles de una estación. Solo entonces el aserto cobra todo su significado. La única vez que en nuestra vida pasó ese tren nos cogió en otro sitio , pero no en la estación. O aguardábamos pacientemente en el hall de viajeros y ese único tren jamás se movió de la vía o no llegó. Ya vendrá otro. Hasta que salga el próximo puede parecernos precisamente eso, una vida entera, como le ocurrió a la Penélope de Serrat. Pobre infeliz, con su bolso de piel marrón.
"Los años han pasado como un tren sobre mis miedos" (Rafael Pérez Gay, escritor mexicano). Dos veces a la semana me subo a un tren de alta velocidad entre Madrid y la costa. Restando imponderables y algún periodo de vacaciones, la suma roza un centenar de trayectos al año, lo que me convierte en un usuario nivel experto. Acumulo decenas de puntos que espero me sirvan de algo para la recesión que nos viene. Cien viajes anuales, cien aventuras y cien certidumbres. Los viajes de larga distancia han convertido el vagón en un microcosmos social. El mundo representado en los 13,140 metros de largo de un vagón de Renfe. En cualquiera de esos convoyes se puede encontrar el mismo paisanaje reconocible en una bocacalle de tu ciudad, en el bar de la esquina, en la planta de oportunidades de unos grandes almacenes. El que se equivoca de vagón y te avisa de que estás ocupando su asiento; el que arrastra la maleta por el pasillo y deja tres heridos a su paso; el matrimonio con niños que carga con el coche de bebé y ya entra en el tren discutiendo; el grupo que se pasa el viaje en la cafetería y acumula tantas latas de cerveza en la barra como en la mesa de una terraza de un bar de ingleses en el Mediterráneo.
Hay personas que dejan de comer en casa para sacar el táper nada más subirse al tren, como si fuera un vicio o un placer secreto o un deseo incumplido desde la infancia. Un viaje en el tiempo hacia la hambruna de la posguerra. Comer en el tren y extender por todo el vagón el olor a tiras de pollo, a boquerones, a hamburguesa, ese hedor que se sobrepone a efluvios de bronceador y after shave con que se acompaña el periplo según sea ida o regreso. He acabado algún viaje con más olor a fritanga que si hubiera comido el menú del día en el bar de un polígono. El viajero hambriento que esparce las migas por el asiento, por la mesa de cuatro, por el pantalón del compañero de la plaza '4C pasillo' es el equivalente al que aguarda hasta la salida para llamar por teléfono a toda su agenda de contactos, mujeres, novias y amantes incluidas. Ojalá un gatillazo por cada decibelio de esas llamadas.
El que ronca, el que se estira en dos plazas y asienta los pies en la tapicería, el niño que corre y grita, el matrimonio agotado que deja hacer al vástago o sigue discutiendo, el que enchufa a todo volumen la última tontería de YouTube o TikTok, el que sale y entra del vagón para hablar por teléfono, las despedidas de soltero, los que vienen o van a la feria e instalan una oficina de campaña en un bandeja de 1680 x 662 milímetros, con el portátil, el móvil, la agenda y un cuaderno. El que se baja en Madrid y se va preparando en Albacete, ya pegado a la puerta, a un palmo de los aseos, la mano acariciando el botón de apertura para ser el primero en bajar. Los aseos del tren merecen un ensayo para ellos solos. "He crecido cerca de las vías y por eso sé que la tristeza y la alegría viajan en el mismo tren" (Fito Cabrales).
El confort a veces anida en la más absoluta melancolía. No hay lugar más triste en un tren que el vagón del silencio. Antes de salir, llega el interventor y avisa de que allí no habla ni dios. El pasaje asiente. Un carraspeo se castiga con un ‘chisst’ y el menor susurro se pena con el desprecio general o la prisión permanente revisable. Emitir un sonido en ese vagón es un oprobio a los amantes del silencio, una ignominia, una afrenta a los haters del ruido. Viajé en ese compartimento una vez y decidí no volver a hacerlo. El viaje se hace eterno. Ya no es que sus ocupantes no hablen, es que ni te miran. ¿Y si me muero?, pensé. E imaginé mi cadáver abandonado en el asiento durante días sin que nadie advirtiera mi presencia, viajando de un lado a otro, recostado, con la cara contra la ventana y ni un hálito de vaho que la empañe, de Madrid a Alicante, de Alicante a Barcelona, de Barcelona a Zaragoza y de nuevo a Madrid sin bajar del AVE. A la semana siguiente compré el billete habitual y me reencontré con el tipo que ronca, con los que sacan el picnic nada más acoplarse y con otro matrimonio agotado y cabreado con niños que gritan. En ese espacio de 13 metros de largo se escribe a diario la historia coral de una sociedad en permanente movimiento subida al tren de la vida.
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