Opinión | Análisis

Si descanso, me oxido

El tenor Plácido Domingo canta en Marbella (Málaga).

El tenor Plácido Domingo canta en Marbella (Málaga). / EFE/ Esther Gómez

El trabajo, lejos de ser un castigo, representa uno de los orígenes de la identidad

Estos días he vuelto a Manon Lescaut. Fue la primera ópera de Puccini que escuché completa o la primera que me causó un gran impacto. Era 1994 y en casa teníamos una grabación icónica: la de Plácido Domingo, Monserrat Caballé y Vicente Sardinero, todos ellos en su plenitud. Aquel mismo año, Plácido abrió la temporada del MET interpretando Il tabarro con nuestro Juan Pons, quien, aquella velada, repitió en Pagliacci junto a Luciano Pavarotti. El crítico de The New York Times calificó a Pons como la gran estrella de la noche, algo constatable en la retransmisión televisiva de la PBS que se puede seguir aún hoy en YouTube. La voz y la presencia de Pons resultan imponentes.

Aquellos años fueron, si no las décadas doradas de la ópera, al menos una época de plata. Creo recordar que, en aquella temporada, Domingo cantó un Parsifal bellísimo en Nueva York, que fue madurando hasta alcanzar su cima interpretativa en la grabación realizada con Christian Thielemann ya en el presente siglo. Su voz quizás no conservara la frescura tímbrica que se aprecia en los discos de los años setenta –como la Manon Lescaut que he mencionado antes, de un vigor pasmoso, o su registro en vivo con Virginia Zeani en Barcelona–, pero su musicalidad había alcanzado una cota superior. La misma diferencia que se percibe, por ejemplo, entre su monumental Otelo en La Scala con Kleiber (a raíz de aquella velada, Sviatoslav Richter anotó en sus diarios que Domingo era el mejor tenor del mundo) y su refinado Otelo en Londres con Solti en el atril, tres lustros más tarde. Ambos forman parte, sin duda, de las cimas de la cultura universal.

Se ha dicho, seguramente con razón, que ya no quedan cantantes de ópera como antaño. Es posible, aunque la misma crisis no se percibe con la misma intensidad entre los liederistas, donde jóvenes como el italiano Andrè Schuen o figuras consagradas como Christian Gerhaher son comparables con los grandes nombres de antaño. La reciente interpretación del Winterreise que ha grabado Ian Bostridge conduce la partitura, ya de por sí abismada hasta los límites de la locura y la disolución psíquica. Es un disco fascinante.

El problema, por tanto, quizás no sea tanto la ausencia de voces (o de técnica), como la falta de tiempo: cantantes que no pueden madurar porque la urgencia de la carrera los aplasta. Más difícil que alcanzar la cima es mantenerse en ella y más difícil que mantenerse es crecer, ir adquiriendo una mirada propia sobre el hombre, el mundo y el arte. Hay un tipo de conocimiento que sólo se adquiere con la vida, la veteranía y la reflexión.

Ya en los años setenta, cuando el éxito internacional empezó a acarrearle algunas críticas, Plácido Domingo solía repetir un motto que le ha servido como lema biográfico: “If I rest, I rust” (si descanso, me oxido). Era la herencia de una ética del trabajo que recibió de sus padres cuando establecieron una compañía de zarzuela en México. El trabajo, lejos de ser un castigo, representa el origen de una identidad que se forja día a día, con sus imperfecciones y sus aciertos. Tanto la cultura como el ocio –en su sentido más noble– exigen también laboriosidad. Esta es una verdad, tópica si se quiere, que haremos bien en recordar ahora que las inteligencias artificiales y la robótica amenazan con excluir a media humanidad de una de sus fuentes principales de grandeza y dignidad.

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