Opinión | Las cuentas de la vida
Cruzar fronteras

Cruzar fronteras / El Día
Cualquier cultura que decide permanecer amurallada termina en el olvido
Cuando el escritor Teju Cole apenas tenías seis años, su padre viajó a Brasil y regresó de Sao Paulo con una hermosa puerta barroca de color miel oscura. Lo cuenta en uno de los ensayos de Black Paper: Writing in a Dark Time, su gran libro sobre la negritud. Nació en Nueva York, sin embargo, al cumplir un año, sus padres se lo llevaron a Nigeria y vivió en Lagos hasta su ingreso en la universidad. ¿Qué iba a hacer su padre con esa puerta tan lujosa? Vivían de alquiler y ni siquiera estaba claro que llegaran a construirse una casa propia. La puerta quedó recostada sobre la pared en medio del salón, como un símbolo de otra vida: de una vida distinta, se entiende que mejor. «El compromiso quijotesco de mi padre, totalmente apoyado por mi madre, de disponer de una puerta real para una casa imaginada –escribió años después–, ha permanecido en mí no solo como un acto de fe, sino como un instinto que me ayuda a comprender el poder simbólico de los portales». Y continua: «Una puerta siempre te conduce hacia afuera o hacia adentro, incluso cuando te lleva desde el interior hacia el exterior o al revés. En este sentido, constituye una tecnología reflexiva. Una puerta es un umbral, un punto de paso, un sitio impregnado de energías transicionales. Es el espacio de las encrucijadas, de lo que está por ser pero aún no es, el reino del ambiguo dios Hermes».
Los símbolos alimentan la imaginación del alma. Aquel gesto de su padre –un despilfarro carente de sentido en apariencia– era también una suerte de conjuro, un recordatorio de cuál es nuestro deber. Aquella puerta, noble y hermosa, había cruzado el océano para asomarse a un futuro: no sólo somos hijos de la terca realidad, sino de un anhelo imperecedero que se encuentra fuera de nosotros y que nos invita a ir más lejos, a ser mejores. Con los años, Teju Cole fue descubriendo la riqueza polisémica del regalo de su padre: una vida lograda se articula en relación a estos portales invisibles. Son las lecturas que nos desafían y modelan nuestro pensamiento; son los países que se visitan (o en los que uno vive) sin llegar a habitarlos del todo; son las lenguas que aprendemos y que hacemos nuestra como un registro de las posibilidades de la inteligencia; son las identidades que nos moldean y que, a su vez, transformamos con nuestras experiencias a lo largo de la vida; es nuestra condición simultánea de padre e hijo; es el margen incierto donde se encuentra la memoria y la invención de un futuro, y donde se rozan la esperanza, el cumplimiento y el fracaso.
Cualquier cultura que decide permanecer amurallada, obsesionada con la falsa pureza de una identidad inamovible, termina recluida en el olvido. En nuestro mundo digital, de fronteras aparentemente abolidas pero donde paradójicamente se han vuelto a erigir los muros ideológicos, estos umbrales físicos cobran nueva relevancia simbólica. Es un error porque son los préstamos y los neologismos lo que salva las lenguas, del mismo modo que fue la voluntad de Ulises –o de Eneas– la que levantó Europa. Rémi Brague ha escrito un interesante libro sobre lo que él denomina la “vía romana”: esa firme conciencia de que sólo se madura cuando nos enfrentemos con lo desconocido y perseguimos un anhelo que nos invita a cruzar umbrales, a salir afuera y a mirar hacia lo alto.
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