Opinión | El lápiz de la luna

Cuando la censura es libertad

José Bretón y el escritor Luisgé Martín.

José Bretón y el escritor Luisgé Martín.

El día está soleado. La luz de la mañana, traviesa como un niño, se cuela por la ventana y juega con las flores cambiándoles el color a su antojo. Fuera se escucha a algunos chiquillos jugar. Supongo que están aprovechando el cambio de hora y el relajo que el sol nos permite alargando el día, la vida, los sueños. Estoy cansada. Miro por la ventana y pienso en el fin de semana que he pasado disfrutando de la X Edición del Festival Tenerife Noir y debato conmigo sobre si continuar con este artículo o borrar lo que llevo escrito hasta ahora y garabatear sobre cualquier otra cosa que no sea el género negro. No, no. No crean ustedes que vengo con mal sabor de boca de uno de mis festivales literarios favoritos del que formo parte como consigliere desde hace ya un lustro. En esta edición moderé alguna mesa divertida donde el negro tomaba matices del color de la carcajada, como fue la charla con Santiago Díaz. Otra llena de olores, sabores y arte, en la conversación con Nagore Suárez. Pero, el negro, al fin y al cabo, no es un color, sino su ausencia, allí donde no habita la luz. Asimismo, participé en una mesa con Kamila Ferreira, Yaimara Navarro y Arantxa Rufo en la que la violencia de género, la explotación sexual y el dolor estuvieron presentes. ¿Les he dicho ya que estoy cansada? ¿Y que fuera se escucha jugar a los críos? La infancia late en el portal de mi casa. Ya sé que se estarán preguntando qué tiene que ver un puñado de niños con el festival de novela negra de la isla vecina. Pues todo y nada, quizá. ¿Saben qué no volveremos a oír nunca? Las risotadas de los niños asesinados a manos de sus padres o de las parejas o ex parejas de sus madres. El año dos mil veinticuatro lo cerramos con cuarenta y siete mujeres y nueve niños asesinados en crímenes machistas. Y ahí está el nexo entre un festival de género noir con la infancia y la oscuridad. La semana pasada hubo un gran revuelo en la prensa y en las redes sociales sobre la publicación de «El odio» de Luisgé Martín, en el que le da voz a José Bretón para que cuente por qué asesinó a sus hijos. Sinopsis: «¿En qué momento se le ocurrió la genial idea a un escritor y a una editorial de la talla de Anagrama ponerle un micro a un asesino para que cuente los motivos por los que descuartizó y quemó a sus hijos?». Claro que esa no es la sinopsis, más bien es lo que nos preguntamos todos los que tenemos un poquito de sentido común, es algo así como la sinopsis de nuestras dudas existenciales. Las librerías llevaron a cabo un movimiento bajo el lema: «En mi librería no» y la editorial tuvo que parar la distribución. Y aquí es donde entran en juego los escritores, ya que al estar en un festival de novela negra lo propio era preguntarles a los autores su opinión acerca de la publicación de este manual para maltratadores. Perdón, de este libro. Tanto escritores como escritoras mostraron su rechazo hacia Bretón y, de alguna manera, hacia la obra, pero también se habló de la censura. Del peligro de prohibir libros, fuera cual fuera su temática, por aquello de evocar a las hogueras de Hitler. Ah sí, hubo quien describió paso a paso cómo acabaría con el parricida y el sufrimiento que le infligiría, en una novela, claro. Y yo sigo aquí pensando en los niños quemados que no volverán a reír, en una madre que no recuperará nunca a sus hijos y en la humillación que tanto el escritor como la editorial le están causando a Ruth al ponerle el micro al verdugo en lugar de a la víctima. También pienso en el morbo que tiene esta sociedad, en lo rápido que nos estamos insensibilizando hacia el dolor ajeno, en el «True crime» y en la novela negra. Y en la censura. Además, pienso en la censura, esa que en ocasiones no nos hace presos, sino libres.

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