Opinión | Retiro lo escrito

La estupidez de Trump no es todo

Trump es un estúpido, un ignorante, un narcisista engreído y gilipollas que no sabe ni de lo que habla

Donald Trump

Donald Trump / ED

Para intentar entender lo que está ocurriendo puede ser un punto de vista válido plantearse un dilema. ¿Donald Trump es un oligrofrénico senil incapaz de entender cabalmente lo que está haciendo o realmente sigue un plan estratégico cuyos cacareados objetivos solo son una cortina de humo tóxico para distraernos de sus verdaderos propósitos? La primera aseveración tiene bastantes adeptos. Un politólogo español instalado en Estados Unidos desde hace varias décadas, Roger Senserrich, se ha cansado de repetirlo. Trump es un estúpido, un ignorante, un narcisista engreído y gilipollas que no sabe ni de lo que habla.

Con un fisco menos de agresividad y algunos valiosos datos de contexto, Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, no afirma algo muy distinto sobre el presidente norteamericano. Un servidor, modesto juntaletras provinciano, está convencido de que Trump es, efectivamente, un redomado ignorante, además de un criminal convicto y confeso. Su nivel cultural es la de un lector habitual del Readers Digest, aunque muy probablemente dejó de leerla hace veinte años. En realidad no lee nada, ni siquiera los resúmenes ejecutivos que le presentan los departamentos y agencias federales, como filtraron varios colaboradores de su primer mandato y él nunca desmintió. Él ya sabe todo lo que debe saber.

Sus prejuicios, sus ignorancias y sus ronroneantes naderías constituyen su vademécum. Esta interpretación casa con los hechos pero me produce desconfianza. Un individuo así, que promovió un golpe de Estado desde la Casa Blanca para no abandonar el poder, es perfecta aunque asombrosamente capaz de ganar unas segundas elecciones. Pero no de causar libérrimamente un terremoto en el comercio mundial, el hundimiento de los mercados bursátiles, la amenaza de una recesión brutal en su propio país y en el resto del mundo. No lo creo. La oligarquía financiera y empresarial del país se lo impediría de un modo u otro. Si en los próximos días y semanas no se produce una reacción de las élites económicas –ni siquiera los multimillonarios de las grandes plataformas tecnológicas ganarían sustancialmente nada a medio plazo en el contexto de una guerra arancelaria– habrá que sospechar otra cosa.

La otra cosa, por supuesto, está determinada por las prisas de la (des)administración Trump. Van a toda leche. Deben hacerlo antes de las elecciones de mitad del mandato del año que viene. Los aranceles –es muy obvio– están diseñados con una torpeza a la vez mentirosa e indolente. Pero es que eso da igual. Los aranceles son los anacrónicos nuevos instrumentos de la diplomacia del trumpismo. Le romperé los huesos a tu desarrollo económico y a tu cohesión social si no entiendes todo lo que debes cederme, todo a lo que te debes resignar, todo lo que no podrás hacer nunca más. Trump cuenta con un amplio respaldo electoral, con las dos cámaras del Congreso y con un Tribunal Supremo a su medida y eso no variará hasta el otoño de 2026.

Está convencido de que ni la dividida y reumática Europa ni la postrada Latinoamérica ni India ni Japón podrán resistir tanto como él: cuando empiecen las protestas en Estados Unidos Trump echará más leña al fuego confrontacional en el seno de la Unión y denunciará magistralmente al enemigo exterior: ya advierte que nos hemos pasado siglos abusando de los estadounidenses. Es una jugada de casino de mierda dorada a la que está acostumbrado este miserable estafador y el cogollo de élite le concederá, por supuesto, ese par de años para intentarlo, y si es posible –y lo será metiendo mucha pasta: ya se verá en su momento– para el resto del mandato. Han sucumbido a la épica del mercachifle como mejor estrategia para que durante el resto del siglo se prolongue la hegemonía estadounidense, frente a la que el libre comercio, la cooperación internacional y la universalización de la democracia representativa constituyen su principal amenaza.

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