Opinión | A babor

Diez días

El caso de estos mil menores es el símbolo del naufragio moral y político de la gestión migratoria española

La ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, atiende a los medios de comunicación, en el Ministerio de Juventud e Infancia, a 1 de abril de 2025, en Madrid (España).

La ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, atiende a los medios de comunicación, en el Ministerio de Juventud e Infancia, a 1 de abril de 2025, en Madrid (España). / Alberto Ortega - Europa Press

Hay sentencias inapelables, urgentes, insoslayables cual rayo divino. Y otras que pueden esperar lo que haga falta. Como ésta del Supremo que afecta a los menores solicitantes de asilo en Canarias: su cumplimiento puede esperar año y medio, puede aguantar en recursos de emergencia, puede ser ignorada por el Gobierno de España, que ni siquiera parece dispuesto a cumplir lo que es su competencia directa.

Hace sólo unos días el Tribunal Supremo emitió una orden clara: dio al Estado diez días para dar acceso al Sistema Nacional de Acogida a un millar de niños y niñas solicitantes de asilo que sobreviven en los centros saturados de Canarias. Diez días. Sin matices. Sin subcomisiones. Sin estudios previos. Diez días. Pero el Gobierno ha decidido, en un ejercicio de contorsionismo jurídico y político, que lo que procede es incluir a esos niños en el reparto autonómico de menores migrantes.

Un decreto distinto, una lógica distinta, una necesidad distinta. Sira Rego, ministra de Juventud e Infancia, lo explicó con el tono cansino de quien lleva demasiadas reuniones encima y quiere irse ya a casa y enchufarse a Netflix para sufrir con Adolescencia: ha dicho la ministra que hay que «estandarizar los datos» que han enviado las comunidades autónomas, que aún hay que «pedir aclaraciones», y que luego ya se verá. Pero no ha aclarado ni plazos ni compromisos. Lo más preocupante no es sólo que incumplan la instrucción judicial, que se pasen por el refajo el auto del Supremo y sus diez días improrrogables. Lo grave es que no va a ocurrir absolutamente nada cuando lo hagan.

Pero esto no es un desliz burocrático, no es una confusión, un error involuntario en la interpretación de un ukase judicial. Es una desobediencia de facto. El Supremo ha dicho: «háganse cargo de estos menores, ustedes, Estado, porque son solicitantes de asilo y esa competencia es suya». Y el Gobierno ha respondido con la conveniente llamada telefónica al presidente canario, la promesa de una reunión, la redacción de una nota de prensa en la que todo es «voluntad», «coordinación» y «proceso en marcha». Sin urgencia. Sin vergüenza. Sin obediencia a una instrucción precisa del Supremo.

Hace apenas unos meses, el mismo Gobierno clamaba indignado por la insolidaridad de las comunidades gobernadas por el PP, que se negaban a acoger a menores migrantes llegados a Canarias o Ceuta. Y clamaba con razón. Pero ahora se revela que lo de la solidaridad era más bien una herramienta política, un arma arrojadiza. Porque cuando les toca asumir a ellos la responsabilidad, lo que se hace es esquivar el mandato del alto tribunal. Que se repartan los niños por las regiones de España, dicen. Aunque no sea eso lo que toque, aunque no sea lo que ordena el Supremo, aunque se trate de niños que, por ley, deben entrar en el sistema estatal de protección internacional. No van a hacerles un favor, no se trata de caridad. Se trata de derechos: la Ley de Asilo establece que «los menores no acompañados solicitantes de protección internacional estarán sujetos a un procedimiento especial y deberán contar con medidas específicas de acogida». La misma ley recuerda que es competencia del Estado organizar y mantener el Sistema Nacional de Acogida. No es competencia de Canarias. Ni de las autonomías. Es competencia del Estado. La Convención sobre los Derechos del Niño obliga a los Estados firmantes –España lo es– a garantizar a todo menor refugiado la protección y asistencia necesarias para asegurar el pleno ejercicio de sus derechos. Las directivas europeas establecen estándares mínimos de acogida para solicitantes de protección internacional, con énfasis muy especial en los menores no acompañados.

¿Dónde se esconden ahora los defensores de la infancia? ¿Dónde los que colman las redes con sus «infancia primero», «niños refugiados» y «no hay personas ilegales»? ¿Dónde los editoriales inflamados que exigen que los gobiernos regionales cumplan la ley que exige proteger a los más vulnerables? Silencio.

El caso de estos mil menores es el símbolo del naufragio moral y político de la gestión migratoria española. La misma que entrega a Cataluña la capacidad de rechazar emigrantes que no hablen catalán, sólo para que el Gobierno de Sánchez no se derrumbe. El naufragio: primero, el Gobierno oculta durante meses que los menores solicitantes de asilo no están accediendo al sistema de acogida. Después deja de recopilar datos de solicitantes en Canarias, para frenar las cifras incómodas. Luego convierte el asunto en una cuestión de reparto, como si los niños fueran cajas de mercancías en un almacén. Y ahora, se pasa por el arco de triunfo la sentencia del Supremo, mientras la ministra promete compungida que –en algún momento, de alguna manera– todo se arreglará. ¿Diez días? Posponer, retrasar, diluir, distraer. La política migratoria es hoy un inmenso solar lleno de informes que completar, reuniones que celebrar y derechos que negar. ¿Quién se acuerda ya del Aquarius? Diez días, decía el auto. Qué ingenuidad.

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