Opinión | La suerte de besar

mercè marrero fuster

¡Estamos solas!

Una compañera de la educadora asesinada en Badajoz entre lágrimas

Una compañera de la educadora asesinada en Badajoz entre lágrimas

Alguien que decide estudiar y ejercer de educador social lo hace por vocación. No lo hace por el sueldo que percibirá, que ronda los 25.000 euros brutos anuales. Tampoco lo hace por el glamour de la profesión, porque trabajar con colectivos que están en los márgenes de la sociedad es duro e intenso. La persona que elige ser educadora social sabe que se implicará física y emocionalmente en su desempeño. Puede que llegue a consumirse, a quemarse, porque gestionar miserias, soledades, desarraigos, injusticias o pobreza desgasta y seca por dentro. Quien escoge esta profesión tiene claro que sus turnos dificultarán la conciliación familiar.

Un educador social se dedica a lo que se dedica porque cree que puede mejorar su entorno y, por ende, el mundo. Lo hace porque piensa que su aportación llegará a ser valiosa para alguien, le hará un poco más feliz, mejorará sus oportunidades de reinserción y de tener una existencia normalizada. Un educador cree, de manera más o menos consciente, en el bien común, en la equidad e igualdad de opciones. Se guía por valores y aspiraciones.

No nos gusta mirarles a la cara, pero existen personas en riesgo grave de exclusión. Hay mujeres y niños víctimas de violencia machista, migrantes (y no migrantes) que no tienen dónde acudir o dónde criar a sus hijos, personas en situación de dependencia o gente que vive en la calle, duerme sobre cartones y se tapa con mantas hediondas. Pese a que nos cueste creerlo, hay jóvenes inadaptados, adictos, adolescentes con trastornos de conducta o menores que ya se han dado una vuelta por el lado oscuro de la sociedad. Que ya han delinquido, que sus padres han tirado la toalla, que deben seguir programas de medidas penales alternativas. Todo esto existe, aunque, reconozcámoslo, vivimos mejor de espaldas a esa realidad. Dormimos tranquilos pensando que su malvivir no es asunto nuestro y que otros se encargan de ellos y los mantienen a raya. Esos otros son los educadores sociales, como Belén.

Belén Cortés tenía 35 años y era referente en un piso en donde dos chicos y una chica (por cierto, españoles, no magrebís, ni senegaleses o guineanos) de 14, 15 y 17 años cumplían medidas judiciales. Se sabía que eran agresivos y que ya habían protagonizado serios altercados dentro y fuera de la vivienda: pegar a su padre y rotura de nariz, robos de coches y agresiones a un maestro que osó puntuar con un cero. Belén Cortés ya había tenido varios conflictos y he leído que, a pesar de temer por su seguridad, volvía a su puesto de trabajo porque lo suyo era vocación y devoción.

Todo el mundo conocía la regla de oro de que un educador jamás debe estar solo en su turno. Que mínimo deben ser siempre dos, pero Belén estaba sola. Al parecer, faltaban recursos. Una carencia que se da a menudo en los márgenes. La noche del 9 de marzo, después de un altercado, la (presuntamente) asesinaron, robaron su coche y trataron de huir a Mérida. Por el camino, causaron un accidente y fueron detenidos.

«¡Estamos solas!», fue el grito de una compañera afligida y desesperada. No, no puede ser. Ellas no deben sentirse solas, deben sentirse reconocidas y recibir nuestro agradecimiento. Ellas hacen el trabajo que nadie quiere hacer. Por eso, gracias.

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