Opinión | Observatorio
Libertad de expresión y norma lingüística

Libertad de expresión y norma lingüística / El Día
Los artículos de la Constitución española relacionados con nuestros derechos y libertades son, sin duda, los que más interés despiertan en la mayor parte de la ciudadanía: el derecho a la vida y a la integridad física; el derecho a la libertad ideológica y religiosa; el derecho a la seguridad, al honor, a la intimidad y a la propia imagen; el derecho a la educación…, derechos a los que todos aspiramos acogernos en algún momento de nuestra vida, aunque no parecen despertar el mismo interés aquellos artículos que se refieren a nuestros deberes, como el de defender a España, por ejemplo, o el de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos: huelga poner ejemplos de los casos en los que el riguroso cumplimiento de estos deberes constitucionales deja mucho que desear.
El artículo 20, por ejemplo, que reconoce un conjunto de derechos y libertades, puede inducir a discutibles interpretaciones de no reconocer sus posibles limitaciones, toda vez que su ejercicio puede suponer algún tipo de coerción en los derechos y libertades de los demás. Así, por ejemplo, el derecho a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica (art. 20.1.b) tiene ―o puede tener― sus limitaciones, como recientemente lo demuestra el polémico asunto de la publicación del libro El odio, basado en las confesiones y declaraciones de un parricida, en tanto que puede vulnerar, entre otros, el derecho a la intimidad. Cuántos ejemplos no podríamos citar en torno a los efectos negativos de la libertad de cátedra (art. 20.1.c) cuando se la interpreta erróneamente; o a la de comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión (art. 20.1.d.) sin antes precisar qué es lo que se entiende por información veraz, criterio este el de la veracidad con un innegable punto de subjetividad, pues la verdad de unos («¿Tu verdad?», ya lo decía Machado) no es siempre la misma que la de los otros. ¿Y cómo deberíamos entender eso de «por cualquier medio de difusión»? Pero es en el apartado 20.1.a. del artículo donde se reconoce y protege un derecho que también ha sido objeto de un buen número de interpretaciones: el derecho «a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción», el derecho a la libertad de expresión, como se le conoce habitualmente.
Como vemos, cualquiera de estos derechos tiene limitaciones que proceden de la circunstancia de nuestra naturaleza de individuos sociales: individualmente, todo el mundo posee, sin duda, total libertad para comportarse como le plazca y para expresarse libremente sin ningún tipo de limitación, mas no cuando se relaciona con los demás; sin embargo, hay quienes entienden, en sentido lato, que la libertad es la capacidad de obrar como a cada cual le venga en gana, sin considerar las circunstancias ni valorar las consecuencias que el libre ejercicio de nuestros actos pudieran tener. Se podrían citar muchos ejemplos de los efectos nefastos de esta libertad mal entendida, y es esta la razón por la que muchos de ellos son limitados o censurados por las propias normas, leyes y reglamentos, que emanan de las distintas instituciones. Es verdad que ha habido, y tal vez las haya todavía, situaciones de represión en que se nos imponen limitaciones al margen del criterio de la mayoría con el amparo interesado de falaces argumentos, y ante esta realidad sí que hemos de permanecer atentos para mantener lo que con tanto esfuerzo se ha ganado y no ceder en el empeño de conseguir los derechos y libertades que, considerando las lógicas limitaciones, todos nos merecemos.
Y en esta permanente tensión de naturales libertades y sociales limitaciones se desarrolla nuestra cotidianidad, pero siempre con el común denominador de que las normas se perciben prejuiciosamente en contra de nuestra libertad, de modo que cualquier intento de regulación es valorada, desde una perspectiva ideológica, como una acción o propuesta represiva y rigurosa que, sin mejores valoraciones, hay que rechazar, pues se sienten como viejas y anacrónicas imposiciones de sistemas políticos muy alejados de nuestra actual democracia. Y, así, en el ámbito de la educación se observa cómo cierta moderna pedagogía se resiste a aceptar todo aquello que suponga un mayor esfuerzo de los alumnos para superar los muchos déficits detectados en la valoración del sistema educativo y se rechaza todo aquello que huela a tradición; quizás por eso está costando tanto recuperar el libro de texto ―frente a las tabletas y otros recursos digitales cuya inoperancia está siendo demostrada―, o volver a algunas de las clásicas tareas, como los dictados, la lectura de obras literarias, la introducción de la prensa en el aula, los ejercicios de oralización (recitados y lecturas en voz alta) y otras actividades que no se ajustan completamente a la considerada exitosa gamificación. Se rechaza todo lo que suponga propuestas de corrección o evaluaciones, como no sean las positivas, y parece no tener éxito la «motivación» que se obtendría mediante procedimientos naturales y sensatos, esto es, convenciendo al alumnado de la importancia y el interés que el aprendizaje tiene para su formación, en el presente y para su futuro, utilizando los recursos apropiados para que ejerciten su inteligencia, su imaginación y su capacidad crítica, estética y creativa. Reivindico, por supuesto, la recuperación del libro, del cuaderno de trabajo, de la escritura a mano, y propondría que para despertar el interés por la realidad cotidiana, frente al consumo incontrolado de las redes sociales, se introdujeran en el aula los medios de comunicación, aquellos que posean alguna capacidad formativa.
Y aquí, ya, llevándola a mi terreno, estoy proponiendo algunas restricciones a la tan socorrida libertad de expresión, libertad que, como he dicho, presenta condicionamientos constitucionales de fondo (art. 20.4), y hasta de forma, pues sentencias hay que limitan la libre exposición de ideas al buen uso de la lengua y a no usar palabras adecuadas y no despectivas o insultantes.
Precisamente, al uso de la lengua iba cuando inicié estas consideraciones en torno a artículos de nuestra carta magna, pues, aunque soy consciente de que es necesario una actualización en la didáctica de la lengua, a la vista de tantos resultados negativos, no comparto del todo algunas de las propuestas metodológicas sobre su enseñanza que vienen haciéndose por parte de cualificados docentes e investigadores en estas áreas. Así, de forma muy resumida, he observado estas dos tendencias en algunas de las propuestas, como son las siguientes: por una parte, la de culpar de todos los males de los posibles déficits de los escolares canarios a los docentes de los primeros niveles, que han favorecido una enseñanza de la lengua basada en el estándar peninsular (o castellano); y, por la otra, la de considerar completamente equivocada o anacrónica toda orientación normativa por entender que la mayoría de las desviaciones ortográficas, gramaticales y léxicas, que son objeto de corrección en el aula, son la expresión de la natural evolución de la lengua, y que, en consecuencia, habrán de ser consentidas y hasta potenciadas.
Por supuesto, si se ha favorecido una enseñanza de la lengua basada en el estándar castellano, renegando de las particularidades de nuestro dialecto, no ha sido una adecuada orientación didáctica, pues lo correcto hubiera sido ―y es― una enseñanza de la lengua que pusiera a los alumnos, partiendo de su estándar, en contacto con la compleja realidad lingüística, con la variación dialectal y sociolectal, entrenándolos en su uso apropiado según cada situación comunicativa, eligiendo el sociolecto y el registro conveniente: no promover el acercamiento y el conocimiento al español general y al de otras modalidades sí que supondría una enorme limitación a la que estaríamos sometiendo a nuestros alumnos. Y es, quizás, este inadecuado punto de partida, con las connotaciones ideológicas (el centralismo imperialista) que el método conlleva, lo que puede haber favorecido el efecto de rechazo a cualquier norma, propia o foránea, imponiéndose, así, la recomendación de que las propuestas normativas (entendiéndolas en su justa medida: las que entre todos nos hemos dado, no las unilaterales prescripciones de los puristas) pueden limitar la espontaneidad de los estudiantes y, por ende, su libre capacidad expresiva, origen de la parquedad y pobreza expresiva que se identifica con el complejo lingüístico de los canarios.
No reconocer que la lengua es una entidad de carácter social que como tal precisa de unas normas cuando se utiliza en su colectiva realización (individualmente uno puede usarla como quiera) está llevando a que las fronteras que establecen las peculiaridades de la enriquecedora variación, dialectal y sociolectal, se difuminen cada vez más con la pérdida de todas sus posibilidades y matices. Usar con propiedad la lengua es hacerlo según las convenciones que entre todos nos hemos dado, y este uso colectivo aceptado y consensuado es la norma lingüística, que está contenida en la Ortografía, en las gramáticas y en los diccionarios, y he escrito gramáticas y diccionarios en plural y minúsculas con plena conciencia de que en una lengua de tan amplia extensión territorial como el español es muy probable que coexistan distintos estándares, diferentes normas lingüísticas, para las distintas modalidades dialectales. Sincrónicamente no merece la misma consideración el seseo (pronunciar [senisa]), que sí es normal, como el trueque de alveolares [kardero] por caldero, y, por otra parte, aun reconociendo su completa normalidad en el estándar del dialecto, el hablante habrá de tener la capacidad (la libertad) de decidir cuándo es adecuado utilizar lambusiar en vez de pringar o embadurnar, y cuándo desgorrifar es más apropiado que deshacer o desmoronar, pues los dialectalismos ―sean canarismos, madrileñismos o argentinismos―, precisamente por el hecho de serlo, presentan unas restricciones de uso que cualquiera puede entender.
Como las tienen los vulgarismos, que también tienen su ámbito de uso adecuado, por supuesto, con límites semánticos que justifican la variedad y riqueza expresivas del idioma, que se resquebrajan cuando observo, por ejemplo, cómo en un programa de radio de máxima audiencia frente al verbo adular o, incluso, el coloquial hacerle la pelota a alguien, se prefiere lamerle el c., y que en lugar de rechazarlo o despreciarlo, sin mayores miramientos se le mande a tomar por c., por no citar las nulas alternativas estilísticas de verbos como fornicar (o la expresión equivalente hacer el amor) o fastidar, por no poner más incómodos y malsonantes ejemplos. Y todo esto, digo, en un programa de máxima audiencia en una cadena de cierto reconocimiento.
Hay quien cree que el uso apropiado de la lengua constituye un atributo o prejuicio de clase burgués, cuando no hay nada más propio de las clases sociales así consideradas que el interés por evitar que todos los ciudadanos puedan conseguir el nivel sociocultural que les permita superar las limitaciones materiales que el destino no quiso darles; por eso, quienes en ese sentido no hemos sido tan favorecidos tenemos que ponernos del lado de la norma, de la forma, del límite, aunque estos conceptos puedan sonar, injustamente, a tedio y a represión en unos momentos en que «la transgresión sigue mereciendo todo tipo de parabienes culturales y académicos, y hasta de subvenciones», y parafraseo parte del magnífico artículo de Antonio Muñoz Molina, «Defensa de los límites» (El País, 4/5/2024).
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