Opinión | La Calle Nueva
El regalo de César se llama Lanzarote

Interior de los Jameos del Agua en Lanzarote. / El Día
Recuerdo como si fuera ayer cuando Elfidio Alonso, entonces periodista en EL DÍA, llegó feliz de Lanzarote y llenó de su pasión las páginas del diario sobre lo que acababa de ver allí. Empezaban los años de César, de César Manrique; el artista, que venía de Nueva York y que había encontrado un cómplice atrevido en Pepín Ramírez, había empezado a señalar el futuro de lo que ya era la isla, un territorio para soñadores como él.
Elfidio advirtió en seguida aquel porvenir que se basaba, y se basa, en una ocurrencia poética del más importantes de los habitantes de la isla en el siglo XX. César Manrique descubrió para Ramírez, que era el presidente del Cabildo, los Jameos del Agua, y uno a uno fue poniendo a disposición de la alegría de la isla los tesoros que ésta tenía, del mar a los Jameos, del impresionante erial que eran el fuego de la montaña al resto de los tesoros que la naturaleza dejó intactos.
Lo que hizo César Manrique fue señalar cada una de sus advertencias de calidad que le venían al artista desde sus años de niño en Famara, uno de esos impresionantes paisajes que eran a la vez agua y arte. Aquella advertencia del periodista que era el joven Elfidio Alonso de entonces alertó a muchos isleños y fue atrayendo a los que, desde una parte u otra del mundo, recibieron de las revistas y de los viajeros noticia del futuro de una isla que parecía de aire. De aire y de alegría.
Ya se sabe lo que pasó luego: Lanzarote se convirtió en una de las capitales del mundo de la belleza natural, extraída para siempre de lo que ya era realidad y que Manrique explicó con energía y atrevimiento. A lo largo de los años el enorme artista que fue, y el ciudadano que ya era, se dedicó a advertirlo: la belleza no se toca, la belleza es Lanzarote, este es el legado de la historia de la naturaleza, y nadie está legitimado para romper este helecho de oro, esta jeria, esas extraordinarias visiones que, mirando a La Graciosa, parecen reclamar respeto y pasión, cuidado.
Le dijeron de todo a César, pero también se rindieron ante el genio (genio es una gran palabra que en canario significa pasión o cabreo) del artista y al atrevimiento de su amigo Ramírez. Yo viví como periodista, como lector de periódicos, y también como ciudadano de las islas, aquel aldabonazo de Elfidio Alonso en su bendita serie de EL DÍA. Con unos amigos arquitectos, Carlos Schwartz y José Ángel Anadón, fuimos a comprobar aquel provenir que entonces era un cuadro haciéndose.
Era una maravilla todo el paisaje, inédito, buscando quien lo mirara. Era un porvenir sin construir aun, era el barbecho que había señalado el artista, asentado ya en la isla (en las islas) como un penitente rendido a la belleza con la que él mismo había nacido. De todos mis propios viajes jamás podré explicar lo que sentí al ver Famara allá abajo, y tampoco lo que me sucedió (y pudo sucederme en otros mares de la isla) cuando entré en ese mar bravío y bellísimo. Desde entonces sentí que si vas a esa orilla y te adentras a donde la mar se agita es muy probable que sientas que has restado a tu edad los años que hayas añadido al tiempo.
Famara es, para el que entra en su mar, la suma de la calidad del aire y la presencia impar del sueño de ser mar y quedarte, como canta Falú. Desde entonces, desde el primer viaje, Lanzarote fue un imán que tuve la fortuna, también, de vivir con el propio César. Generoso, como un muchacho que hubiera vencido todos los desafíos del tiempo, se dedicó a la isla y tuvo tiempo, y pasión, por hacerse también de todas las islas.
Antes de que Elfidio hubiera escrito aquella serie en EL DÍA, siendo yo aun un adolescente, me había encontrado a César caminando hacia lo que fue luego el hermoso mar del de Martiánez del Puerto de la Cruz, domeñado por él para hacerlo vivir como una ola secreta que a él solo se le ocurrió. Él iba rodeado de sus amigos (Juan Alfredo Amigó, José Luis Olcina…) y les iba diciendo, como luego sentí que hacía siempre, su entusiasmo como si fuera un regalo que a él le había llegado del aire, por ejemplo del aire de Lanzarote.
Pasaron los años y pasó la vida. Un día aquella naturaleza viva que fue César murió en un accidente del cual pronto hará 33 años. Dejó un legado que dirige el presidente de la Fundación que lleva el nombre de César, Pepe Juan Ramírez, el hijo de aquel político que fue su amigo. Con él están, cuidando la esencia del artista, su pasión por Lanzarote, Fernando Gómez Aguilera, Esteban Armas Matallana, Chelo Niz, veterana y joven heredera, como los demás, y como la isla, de lo que el maestro fue enseñando…
En todos ellos, y en Lanzarote, vi estos días la alegría de una pasión, la de César Manrique, que sigue siendo irrompible, exacta, su herencia, su regalo, a pesar de todos los pesares. Ahí está, como una casa abierta, Lanzarote, el regalo que César nos dejó con una advertencia: no lo rompan.
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