Opinión | Arte

El rostro entre las sombras

Santu Mofokeng

Santu Mofokeng / Santu Mofokeng

Hay que aprender a mirar el mundo con los ojos de un fotógrafo. Hay escenas que se dejan contemplar sin esfuerzo, pero no son estas las que me interesan. Pienso, por ejemplo, en la luz y en las sombras que se entretejen en la obra del sudafricano Santu Mofokeng (Soweto, 1956-2020). Acercarse a ellas equivale a situarse ante un espejo empañado: primero ves tu reflejo velado en la fotografía. Sólo después, cuando asumes como propia la lentitud de su mirada, descubres que debajo de la superficie se encuentra el misterio.

El arte no es inocente, tampoco la realidad. No basta con capturar lo visible; hay que interrogarlo para dar voz a lo que permanece oculto tras el ruido del mundo. Hijo de un tiempo revolucionario, Mofokeng enfocó su cámara hacia las personas anónimas que habitan en los arrabales de la historia, aunque en sus imágenes no hay desesperación ni denuncia explícita. Se propone algo mucho más difícil: revestir al hombre de dignidad, otorgarle el nombre de la esperanza. En esos márgenes, el hombre contemporáneo puede volver a hallar su humanidad.

Pienso, pongamos por caso, en nuestras periferias: en esos espacios donde la ciudadanía se define en negativo y de los que tendemos a apartar nuestra vista. Pienso en los olvidados y humillados, en los excluidos y desclasados. John Berger escribió que la imagen no es sólo lo que miramos, sino también lo que nos mira. En las fotografías de Mofokeng, esta afirmación se dirige a nosotros directamente. Así es: la marginación no puede reducirse a una estadística o al pretexto recurrente para un discurso populista. Detrás del olvido o del odio, siempre surge un rostro que nos interroga. Responder a la mirada de un hombre, hablar de corazón a corazón: ahí es donde se empieza a ser humano.

Por eso conviene escuchar las preguntas y resistir la tendencia anestésica de la velocidad. El arte verdadero nos invita a negar los estereotipos y los lugares comunes. La fotografía de Mofokeng no se distingue así de tantos otros maestros que oscurecen la realidad para subrayar el misterio de la existencia. No es un gesto estético, sino un acto de resistencia política contra el poder. La vida sigue donde nadie espera encontrarla, porque nadie quiere fijarse en ello. En ninguno de sus retratos percibimos la autocompasión identitaria o el falso victimismo a los que nos tienen acostumbrados las ideologías del resentimiento o los haters en las redes sociales. La humanidad que desvela Mofokeng en su obra desborda estas categorías para obligarnos a ver sin prejuicios y también sin condescendencia. Son destellos de luz en la penumbra de la historia.

Aprender a observar el mundo con la mirada de la fotografía –¡o del arte!– supone aceptar que el mundo no se reduce a lo que percibimos a primera vista. Siempre hay mucho más: un misterio, para empezar, que exige dejar de lado las respuestas aprendidas para recuperar la inocencia. Porque, en efecto, mirar de verdad es el primer paso para aprender a reconocernos en el extraño. Cualquier respuesta genuina nace de esta mirada compartida.

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