Opinión | El recorte

Interés descompuesto

Fernando Clavijo, en el Parlamento canario, contento tras el varapalo del Tribunal Supremo al Gobierno de Sánchez.

Fernando Clavijo, en el Parlamento canario, contento tras el varapalo del Tribunal Supremo al Gobierno de Sánchez. / Gobcan

El Tribunal Supremo, o sea, los jueces, acaba de decirle al Gobierno Peninsular que está incumpliendo en Canarias sus obligaciones en materia de atención a menores migrantes no acompañados. Y no solo eso, le ha dado un plazo perentorio de diez días para que se haga cargo de poco más de mil niños de los casi seis mil que hoy atiende la desbordada administración autonómica canaria. La certeza de que el Gobierno se va a pasar todo eso por ese lugar donde la espalda pierde su honesto nombre no resta un ápice de contundencia al sopapo judicial.

A lo largo de este inacabable relato de niños migrantes de los que el resto del Estado se ha desentendido, empezando por La Moncloa, hemos podido ver con claridad meridiana el ejercicio de la peor política y el peor desprecio. El mismo presidente que ha ordenado tantas peregrinaciones al santuario en el exilio de Puigdemont se ha tomado el asunto con una enorme pachorra y desinterés. Como un juego político con el que intentar enfrentar a los dos socios que le levantaron a su partido el poder en Canarias. Tal vez, incluso, como una cierta revancha; un «con tu pan te lo comas».

El presidente de Canarias, Fernando Clavijo, se ha deslomado yendo y viniendo, hablando y proponiendo, negociando y pactando. Allanando el camino de un acuerdo para el reparto solidario de la atención a los menores y haciendo un trabajo que realmente le correspondía a Moncloa. Tanto la derecha como la izquierda de fuera de las islas, esos que tantísima atención nos prestaron cuando las cámaras de televisión de todo el mundo retransmitían en vivo el volcán de La Palma, han utilizado la saturación de migrantes menores como un elemento de mutuo desgaste; una pelota política. Todo el mundo ha puesto de su parte para que el problema se pudriera.

Observar cómo cambia el tono cuando Cataluña toca el timbre de Moncloa produce vergüenza ajena. Y, puñetas, sí, un poco de envidia. El desinterés o la incapacidad que se ejerce con Canarias se torna respeto y consideración cuando hablamos de los catalanes, a quienes van a ceder todas las competencias —y la financiación– en materia de control de fronteras. Tal vez porque realmente ya son otro país. Uno que no se siente concernido con el reparto de menores entre las comunidades españolas, porque allá los extranjeros con sus problemas.

Esta semana, la izquierda ha puesto el grito en el cielo porque en el municipio de Granadilla se ejecutó una moción de censura contra la alcaldesa socialista con el concurso de unos concejales de Vox. Lo del cordón sanitario funcionó durante un tiempo, pero se le pasó el arroz. Sería ideal que la izquierda pudiera pactar sin limitaciones con sus extremos pero que la derecha se autocensurara para hacer lo mismo: como un combate contra un rival que tiene un brazo atado. Pero los sueños duran lo que la necesidad.

El mismo líder que van a visitar los enviados de Moncloa al exilio anunció que para vivir en Cataluña será indispensable hablar catalán. O sea, Cataluña para los catalanes. Ni un solo espíritu progresista se desgarró de dolor ante la xenofobia. Los fachas, como los que aún huelen a pólvora, solo son malos cuando no son necesarios.

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