Opinión | Barrios

Al final no me robó el coche

robo camión

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Yo vivo en un barrio tranquilo. Con sus cosas, claro, como todos los barrios del mundo. Tiene esas reminiscencias pintorescas que lo hacen especial, como la armoniosa melodía de la banda de cornetas y tambores que nos recuerda a media tarde que nada es imposible si te lo propones. El otro día me dejé el coche con la ventana bajada y la cartera a la vista. Un regalito para cualquiera, pero en mi barrio nada es lo que parece. Almodóvar se daría gusto aquí. Pero como es un sitio con principios, mi coche amaneció exactamente igual. Hasta ahí, todo bien. La sorpresa vino cuando cogí el coche al día siguiente y, mientras estaba saliendo, se me acerca un tipo que conocía de vista, el quinqui de toda la vida, una fusión perfecta entre yonki con nostalgia de mejores tiempos y aparcacoches autoproclamado con más labia que Cervantes. Era ese personaje que, sin haber pisado una oficina en su vida, tiene un máster en buscarse la vida. Lo mismo te ofrece un móvil nuevo en la esquina que te saluda como si fueran primos lejanos. Se me acerca con una naturalidad que ya la quisiera yo para contar historias, y me suelta: «Oye, primo, que anoche te iba a robar el coche. Pero cuando vi las sillitas de las niñas, me dio pena y dije qué va, a esta familia no la toco». Pero qué coño le digo a un tipo que me está confesando que quería robarme, pero que al final no lo hizo porque le dio sentimiento dejar a las niñas sin coche. El tío sonrió satisfecho y se fue como Chuck Norris después de haber rescatado al hijo del presidente. La escena era verdadera maravilla, extraña, pero una obra de arte. Todos tenemos nuestros códigos, y los quinquis, también. Y probablemente algunos tienen más dignidad y honor que muchos encorbatados que van dando lecciones de moralidad. Me recordó a la cantidad de sinvergüenzas bien vestidos que nos estafan con cantos de sirena vendiéndonos productos tóxico bancarios o seguros que nunca cumplen con lo estipulado. Me recordó la necedad de los prejuicios y los estereotipos que tanto daño hacen a la sociedad. El colega pudo haberme robado sin ningún problema y no me hubiera enterado de nada, pero no lo hizo, porque, en el fondo, todos tenemos nuestros códigos y valores independientemente de la escala social en la que se evalúe. Es importante que cuestionemos nuestras percepciones y, sobre todo, que entendamos que las etiquetas sociales no definen lo que realmente somos. Platón y Descartes decían que las cosas que vemos y sentimos pueden ser engañosas. En ocasiones, incluso confundimos los sueños con la realidad. Muchas veces los sentidos nos engañan ya que nos resulta difícil distinguir la auténtica realidad de la apariencia. Y vaya si tenían razón. Este señor que me iba a robar es un ejemplo claro de la atmósfera metafísica, de todas las preguntas que nos podemos hacer sobre qué es la realidad. El quinqui, al igual que la metafísica, no se deja atrapar por lo que parece ser, sino que tiene una visión propia de la vida, que trasciende las primeras impresiones. Desafía nuestras concepciones sobre el ser así como nuestra visión de la nobleza. Sin duda, nos invitan a explorar lo invisible, lo oculto, y a entender que, a veces, las formas más puras de nobleza se esconden tras las fachadas más inesperadas. Objetivamente fue una escena fantástica.

@luisfeblesc

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