Opinión | Un carrusel vacío

Borrar la historia

Borrar la historia

Borrar la historia / El Día

Cuando hablamos de mujeres que gobernaron en la Antigüedad, solemos aludir a Nefertiti y a Cleopatra, por ser figuras que se han popularizado gracias al cine y la literatura. Sin embargo, la primera mujer-faraón de Egipto fue Hatshepsut, cuyo reinado se remonta al siglo V a. C., y a la que hemos recordado a raíz de dos recientes descubrimientos en el ámbito de la egiptología: el hallazgo de la tumba de Tutmosis II y el de los restos de un templo desaparecido de la propia Hatshepsut.

Hatshepsut era hija de Tutmosis I y de la Gran Esposa Real Ahmose, por lo que, siguiendo la línea sucesoria monárquica, a ella le habría correspondido ser la sucesora en el trono. Sin embargo, en la corte existía mucha reticencia a que una mujer ostentase el poder. La princesa tenía un hermanastro, Tutmosis, que era también hijo de Tutmosis I y una esposa secundaria llamada Mutnefert. Obligaron a Hatshepsut a contraer matrimonio con él para mantener el linaje real. A la muerte de Tutmosis I, él inició su reinado como como Tutmosis II y Hatshepsut pasó a ser la consorte. Se trata de un período prácticamente desconocido por los historiadores, más allá de saber que el faraón dirigió exitosas campañas militares en Nubia y en la zona que hoy corresponde a los territorios palestinos. Además, se cree que padecía problemas de salud. Recientemente se ha descubierto su tumba, muy dañada por las inundaciones; de hecho, la momia del faraón fue hallada en 1881 en un escondrijo en Deir el-Bahari, junto a otras momias reales.

A su muerte, probablemente temprana, su sucesor en el trono, también llamado Tutmosis –lo había engendrado con una concubina llamada Isis–, era demasiado joven para reinar, así que Hatshepsut asumió el papel de regente. Desde este puesto, demostró su inteligencia y dotes de liderazgo y se rodeó de influyentes aliados, entre los que sobresalían el sacerdote Hapuseneb y el arquitecto real Senenmut, que también era su amante. Antes de que su hijastro Tutmosis tuviera edad suficiente para reinar, Hatshepsut se las ingenió para mantenerse en el poder: en presencia del sacerdote Hapuseneb, se autoproclamó hija del dios Amón y Faraón del Alto y el Bajo Egipto; asumió los emblemas y símbolos asociados al título y pidió que, a partir de ese momento, se la representara con atributos masculinos, incluida barba. Su reinado fue próspero: se desarrolló mucho el comercio y un arte original, adelantado a su época: un ejemplo fue el templo funerario Dyeser-Dyeseru de Deir el-Bahari, construido a partir de terrazas de piedra arenisca, que hoy sigue sorprendiendo a los visitantes por su esbeltez y belleza. Otro debió de ser su templo del valle, construido como entrada a un complejo funerario, del que acaban de descubrirse restos, pues probablemente fue destruido cuando ella murió y su hijastro asumió el poder como Tutmosis III. Trató de borrar todo rastro de Hatshepsut, para que la historia no la recordase, y una de las acciones encaminadas a ese objetivo fue la de destruir su templo.

Durante mucho tiempo, lo consiguió. Pero hoy, la figura de Hatshepsut genera fascinación no solo entre los egiptólogos, sino también entre los aficionados a la egiptología; incluso se han escrito libros sobre ella: el más famoso es «La dama del Nilo» de Pauline Gedge. Y de Tutmosis III nadie se acuerda: solo fue un faraón más. No puedo imaginar lo que supuso para aquella mujer alzarse por encima de los hombres en una sociedad profundamente patriarcal, en la que ni siquiera existía la figura de «reina»: lo más parecido era la de «Gran Esposa Real». En vez de afirmar con orgullo su feminidad, tuvo que convencer a todos de que ella era tan hombre como otros hombres, y que su hombría legitimaba sus evidentes dotes de liderazgo, su inteligencia y su ingenio. Para reinar, debió recurrir a proclamarse hija de un dios. Se dice que tenía pensado crear una dinastía de mujeres gobernantes en Egipto y que puso en su hija Neferura todas sus esperanzas. Pero la prematura y repentina muerte de la joven acabó con ellas y supuso el principio del fin de su reinado.

Imaginemos, por un momento, a aquel Tutmosis III profanando los templos de su madrastra, destruyendo sus efigies, borrando sus inscripciones, con la ridícula y persistente idea de que la sociedad egipcia no asumiera que una mujer podía gobernar tan bien o mejor que un hombre. Debían olvidarlo. ¡Menudo peligro para los hombres! Pero la historia no se puede cambiar; no, al menos, eternamente. La de Hatshepsut es el perfecto ejemplo de que la verdad siempre sobrevive, aunque sea en una sola piedra, en un solo grabado, escrito o corazón.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents