Opinión | Mujeres y cuidados

Inés Martín Rodrigo

Eres peor que una madre

Fernanda Santana Cruz, portavoz de Madres Viva

Fernanda Santana Cruz, portavoz de Madres Viva / Álex Rosa

«Eres peor que una madre». Eso me dijo L. hace unos días, durante el almuerzo. Le acababa de servir una ración de la coliflor con bechamel que yo había gratinado en el horno y se había tostado de más, quemado un poco. Mi tendencia a cuidar en exceso hizo que le pusiera a ella la parte indemne de la quema y dejara para mí los trozos chamuscados. De ahí esa frase, referida al trato que las progenitoras dan a sus hijos e hijas, anteponiendo siempre, en teoría, el bienestar de ellos al suyo propio.

Esa situación me devolvió a un pensamiento que llevo articulando desde que participé, los pasados 14 y 15 de marzo, en el encuentro Las mujeres que opinan son peligrosas, que se celebra en Pontevedra desde 2018. Una de las ponentes de este año fue Blanca Lacasa, a propósito de su libro Las hijas horribles, donde aborda la naturaleza de las relaciones maternofiliales, condicionadas por el heteropatriarcado. El título responde a lo que a Blanca le dijo una de las mujeres que entrevistó para la obra: «El día que no me da tiempo a llamar a mi madre me siento una hija horrible».

Aquel sentimiento, culpable, basado en una obligación autoimpuesta que no responde a la racionalidad, pues nada grave sucede ante esa falta, está arraigado en la educación recibida por ellas, nuestras madres, y por nosotras, las hijas, cuidadoras unas y otras. Hablo, en este caso, por lo que observo, las películas que veo, los libros que leo, por lo que escucho, conversaciones ajenas que jamás podrán ser propias, ya que soy huérfana de madre desde los 14 años y no tengo hijos. Carezco de experiencia en esa materia tan fértil en el terreno creativo, pero me interesa mucho, tal vez por eso, hay un enorme vacío en mi interior que busco llenar con las vidas de los demás.

En el tren de regreso a Madrid, decidí volver al documental de Joan Didion El centro cederá. Lo hice conscientemente, sabía lo que perseguía. Era la cuarta vez que lo veía, pero en esa ocasión me detuve en la parte en la que la escritora habla de la relación con su hija, a la que perdió en agosto de 2005. Una muerte de la que Didion se sentía todavía, 12 años después, culpable. «Era adoptada, me la habían dado para cuidarla, y fallé». Lo dice mirando a la cámara en la que en ese momento se convierte el rostro de su sobrino, Griffin Dunne, autor del documental. Cuidado y culpa, culpa y cuidados, madres e hijas, hijas y madres.

Al llegar casa, mientras preparábamos la comida, le pregunté a L. qué relación ha tenido con su madre, nonagenaria y que estos días atraviesa un bache de salud. «Ha sido una buena madre», respondió. «No te he preguntado eso», le dije. Entonces recondujo su contestación y me dijo que han tenido una buena relación, la tienen, de complicidad, cariño, comprensión y que quizá siga siendo así porque, a diferencia de sus dos hermanos, ambos padres, ella no ha dejado de ser hija, porque no ha sido madre. Basta, terminé yo la conversación, con que te sientas cuidada y querida, y ella también. En eso consiste ser madre, e hija. Pero, como en cualquier relación, nada está garantizado. Lo escribe Jane Lazarre en El nudo materno: «A mi entender, lo único eterno y natural en la maternidad es la ambivalencia».

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