Opinión | Observatorio

Jordi Nieva-Fenoll

Matar al enemigo

Matar al enemigo

Matar al enemigo

En una guerra no suele haber opción. Pese a los intentos internacionales para aliviar los sufrimientos en los conflictos armados, la realidad es que cuando las armas se usan para dirimir los conflictos, si no ha funcionado la disuasión acaba ganando no el que tiene razón, sino el más fuerte, o el más hábil, que es otro modo de ser fuerte. Uno de los sentimientos que primero desarrolla cualquier soldado es la deshumanización del enemigo. Cierto es que en algunas conflagraciones –inicio de la Primera Guerra Mundial– se han producido hasta partidos de fútbol organizados entre soldados de ambos bandos en pleno frente, pero es una gota de agua en el océano.

Lo preocupante es que ese sentimiento de deshumanización del enemigo está creciendo en tiempos de paz. Afecta a los colectivos que algunas personas odian, como los inmigrantes. Creen que no deberían estar ahí y, por ello, sus condiciones de vida les son indiferentes. No es una excepción. Hace mucho tiempo que estamos viendo constantemente en las pantallas imágenes sangrientas de vidas inocentes desgarradas, y a nadie le desaparece el apetito, se le agria el vino que esté tomando o se le corta una broma que esté haciendo.

Una de esas muchas imágenes que parece que nadie ve han sido los traslados de presos venezolanos de EEUU a El Salvador, a una enorme prisión de máxima seguridad cuyas condiciones de vida no son conocidas, pero el propio presidente del país escribió que sus internos «no podrán ver un rayo de sol». Sobran más comentarios. No se trata de un centro penitenciario de reinserción de delincuentes. Es, en el mejor de los casos, un lugar de concentración de enemigos. Impresionaba ver cómo llegaron encadenados, amontonados, y cómo fueron filmados mientras les rapaban el pelo.

Algún día alguien se preguntará por qué algunas autoridades decidieron negar la condición de seres humanos a esas personas, con el único pretexto de que eran delincuentes. Puede que la sociedad futura repase estupefacta esas imágenes en las que se niega la dignidad de los presos, por no hablar de su integridad psíquica y física. Parece ser que los enviados por EEUU han sido condenados en ese país, no sabemos bien de qué delitos, pero desconocemos qué garantías se observaron en los procesos, si los hubo, de los internos salvadoreños. En realidad, ni siquiera sabemos si son culpables de nada.

Pero parece que da igual. Existe una idea muy extendida en la sociedad de que todos los presos son «miembros de bandas». Es decir, enemigos. Además, se suele destacar que ese tipo de delincuencia es endémica en varios lugares de América Latina y que, por tanto, bien está el mal que se les haga. Incluso hay quien sostiene que es imposible luchar contra esa criminalidad organizada protegiendo los derechos humanos, que se ve que solamente pueden disfrutarse por las personas consideradas decentes. Hasta hay quien va más lejos y propone perfilar a posibles delincuentes utilizando incluso inteligencia artificial, haciendo que una serie de marcadores –raza, estética, tatuajes, nivel educacional, lugar de residencia, nivel atencional, impulsividad o consumo de drogas, entre otros– definan el objetivo a perseguir, retirándolo de la circulación y encerrándolo en un hoyo de hormigón y acero, que dijo Miguel Sarré.

Parece, pues, que no hace falta una guerra para negarle la condición de ser humano a otra persona. Antaño, en tiempo de paz, se azotaba, quemaba, lapidaba o decapitaba. Cabe preguntarse si no aprendimos entonces, no ya la cultura de los derechos humanos, sino que no se elimina un problema aniquilando al enemigo, lo que, además, no suele ser viable. Mientras no se resuelve aquello que hizo surgir la conducta molesta, persiste la base del problema. Muchos regímenes autoritarios han pretendido resistir exterminando a sus enemigos, y no lo han conseguido, salvo cuando han decidido tratar con conmiseración al enemigo averiguando sus problemas y poniéndoles, en una medida u otra, remedio. El problema no son las bandas, sino lo que lleva a integrarse en ellas, que es la pobreza. El problema no es que haya personas que quieran que todo reviente, sino la ausencia de una perspectiva de futuro feliz, que es lo que propicia el fanatismo.

No es el dedo lo que hay que mirar, sino la luna que señala.

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