Opinión | A babor
Alegato contra el César

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, durante una sesión de control al Gobierno. / Eduardo Parra
Sánchez ha llevado la política española a un nivel de degradación sin precedentes en nuestra historia reciente. Su capacidad para aferrarse al poder, sin importar los medios ni los costes para el sistema institucional, ha convertido a su Gobierno en una maquinaria de supervivencia política cuyo único objetivo es perpetuar su liderazgo. La prórroga indefinida de los Presupuestos es sólo el último episodio de una larga lista de maniobras destinadas a vaciar de contenido las normas y principios que rigen nuestro orden constitucional.
La presentación anual de las Cuentas del Estado no es un capricho ni una mera formalidad, es un mandato constitucional que obliga al Gobierno a someterse al escrutinio parlamentario, permitiendo que el Congreso y el Senado ejerzan su función legislativa en materia presupuestaria. En 1996 y en 2019, la incapacidad de aprobar los Presupuestos provocó la convocatoria de elecciones, reclamadas por el propio Sánchez. Si tuviera algo de coherencia y respeto por la democracia, seguiría el mismo camino. Pero Sánchez ha decidido, por segundo año consecutivo, no presentar nuevos Presupuestos, prorrogando los de 2023, aprobados en una legislatura con una composición parlamentaria diferente. Esta decisión es una anomalía democrática, y una vulneración flagrante del principio de representatividad y control del poder ejecutivo, que podría ser recurrida ante el Constitucional por –al menos- tres motivos: inconstitucionalidad, omisión legislativa y conflicto de atribuciones. La prórroga presupuestaria, lejos de ser una solución técnica, resulta un subterfugio, un acto tramposo que permite a Sánchez vitar un debate parlamentario que perdería, y gobernar sin mayoría en las Cortes. Se trata de la usurpación del poder legislativo por el Ejecutivo, que se exime a sí mismo de rendir cuentas y de someter su gestión a la fiscalización de la oposición. Tal abuso de poder es coherente con la deriva cesarista que preside todo el mandato de Sánchez. Desde su llegada a la Moncloa, ha hecho de la instrumentalización de las instituciones una práctica habitual, ha colonizado los órganos de gobierno de la Justicia, el Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial, nombrando a magistrados afines que garantizan su impunidad. Ha empleado la Fiscalía del Estado como brazo ejecutor de su política, asegurando que no prosperen las investigaciones que puedan comprometerle. Ha convertido el CIS en un aparato de propaganda, con encuestas manipuladas para cocinar realidades políticas favorables a su narrativa. Ha usado la tele pública para silenciar a sus oponentes y exaltar su gestión con un descaro propio de líderes autoritarios.
Pero el intento de apropiación del Estado no se limita a las instituciones: Sánchez también ha pervertido los recursos públicos para garantizar su continuidad. La compra de votos a través de transferencias directas, las medidas populistas disfrazadas de justicia social, son su herramienta recurrente. El descontrol del gasto sin respaldo del presupuesto y la ausencia de reformas estructurales hipotecan el futuro económico. El rechazo a presentar las cuentas impide afrontar retos urgentes como la crisis de la vivienda o el incremento del gasto en defensa, debilitando la posición internacional de España.
El desprecio sanchista por el Parlamento es evidente en cada decisión política clave. No sólo ha evitado presentar los Presupuestos, sino que ha gobernado a golpe de decreto ley, eludiendo el debate legislativo y reduciendo al Congreso a una cámara de validación mecánica de sus ocurrencias. El uso de los reales decretos como norma habitual de gobierno es una señal inequívoca de su vocación autoritaria y su falta de respeto por la separación de poderes. Lo más grave es que ha logrado debilitar el propio concepto de democracia parlamentaria. Su Gobierno, sostenido en pactos con minorías radicales y con un partido cuyo líder se encuentra fugado de la justicia, se sostiene por una combinación de cesiones inaceptables y de chantajes políticos. No es casualidad que la crisis presupuestaria coincida con las negociaciones con Puigdemont y la aprobación de leyes inicuas a cambio de favores políticos que ponen en riesgo la unidad y estabilidad del Estado.
Hemos llegado, pues, a un punto en el que la permanencia de Sánchez en el poder se ha convertido en un fin en sí mismo, a costa de la calidad democrática del país. El Gobierno carece de un proyecto político, un plan de reformas, o una visión de futuro. Solo sigue una estrategia de resistencia numantina a ceder el poder, basada en la propaganda, y la manipulación y desinstitucionalización del Estado para evitar el escrutinio ciudadano. Sánchez ha convertido su continuidad en un dogma, ha sometido el PSOE a su persona y ha engañado a todo el mundo. Y al hacerlo, ha vaciado de contenido nuestra democracia. La Historia, sin duda, le pasará factura.
La cuestión es cuánto tardará en hacerlo.
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