Opinión | El recorte
Alergia a la libertad

Comercios de Santa Cruz. / Andrés Gutiérrez
La libertad consiste en que cada uno haga de acuerdo a su voluntad en el ámbito de su propia vida. Pero la sociedad se ha convertido en una colmena donde ningún zángano puede salirse de la fila.
El comercio en Santa Cruz vive un pequeño gran conflicto, que es falso en sus términos. Hay empresas que quieren abrir los domingos y festivos, porque consideran que somos una ciudad turística donde tiene muy poco sentido que los potenciales compradores que llegan en un crucero estén dando vueltas por una capital cerrada a cal y canto. Y dicen, además, que los fines de semana es cuando los trabajadores tienen tiempo para salir y dedicarse al ocio y a las compras. Los dos argumentos tienen una lógica aplastante.
Aparentemente no debería existir problema. Abrir es voluntario. De hecho en la Zona Centro de Santa Cruz ya se puede hacer y son muy pocos los que abren. Pero es que el problema es otro. Lo que quiere el venerable y anquilosado comercio capitalino es que no abran “los otros”: las tiendas de los grandes centros comerciales, que han terminado atrayendo a grandes masas de compradores. Es el enfrentamiento entre el pasado, que se resiste a morir, y el presente, que quiere vivir.
La facción cavernícola de la economía de libre mercado argumenta que es más barato abrir un centro comercial con cientos de trabajadores que una tienda con dos empleados en el centro de la capital. Hay ruedas de molino que son más fáciles de tragar. No es verdad. Y no se pueden poner puertas al campo. Ni a la venta electrónica. Ni a quienes quieren estar abiertos cuando lo demandan los consumidores y no cuando les viene bien a ellos.
El comercio de Santa Cruz lleva siglos pintando las cuevas de Altamira. Ya anunció el apocalipsis cuando se instalaron en nuestra capital las grandes cadenas de supermercados. Y después, cuando quisieron implantarse grandes tiendas, como El Corte Inglés. Nunca han entendido que lo único que cabe defender es el interés de los ciudadanos, o sea, de los consumidores.
Por supuesto que hay que dar libertad para que abra quien quiera y cuando quiera. No solo porque se crearán más puestos de trabajo —que los sindicatos, por cierto, no defienden— sino porque es absurdo que una capital sea un desierto dominical. A nadie se le debe poner una pistola en el pecho para abrir. Pero tampoco una cadena para cerrar. Debe existir libertad para elegir lo que más les beneficie. En los cines trabajan más —-y ganan más— los fines de semana. Y en los restaurantes. Y en las gasolineras. Y en el mercado… Hay mucha gente que factura aprovechando que los demás tienen tiempo para gastar.
El penúltimo argumento peregrino del sector que quiere prohibir la libertad es que “lo que pasa es que los domingos y festivos no se vende”. Que no es rentable abrir sus negocios. Pues bien, que no abran. ¿Quién les obliga? Pero a lo que no tienen ningún derecho es a intentar prohibir que lo hagan otros que sí quieren hacerlo. Ya veremos si con el paso del tiempo se impone el poder de los candados o el de las cajas registradoras. Yo apostaría, como ocurre en tantas otras capitales del mundo, a que terminará ganando la libertad.
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