Opinión | La Calle Nueva

Don Emilio de las islas y de la vida

Que Valladolid haya decidido hacerle este homenaje nos ha de llevar a pensar qué modos tenemos los canarios de alegrarnos de las enseñanzas recibidas si estos años y estas enseñanzas no hallan entre nosotros el aplauso que se debe a sus libros y a su filosofía

El filósofo Emilio Lledó, en su casa de Madrid.

El filósofo Emilio Lledó, en su casa de Madrid.

Los canarios que nacimos a la universidad (entonces, la de La Laguna, la única en las islas entonces) a finales de los años sesenta del siglo XX tuvimos la suerte de encontrarnos allí con el magisterio de don Emilio Lledó. Venía de Valladolid. Le dijo a Miguel Delibes, que era su amigo allí, que esta tierra quedaba lejos, «¿tú qué piensas?», a lo que le respondió el autor de La sombra del ciprés es alargada: «¿Lejos Tenerife? Lejos está esto».

A lo largo de los años que convivió con nosotros, don Emilio tuvo alumnos de todas las islas, que lo siguieron luego a Barcelona, donde alcanzó la siguiente cátedra, hasta que recaló en Madrid, en cuya Universidad de Educación a Distancia terminó su larga, y tan fructífera, tarea como docente. En realidad, esa tarea no la ha acabado nunca, y sólo la acabará con el último suspiro.

Él nació en Salteras, Sevilla, donde ahora le hacen agasajos y recuerdos; universidades de distintas latitudes se acuerdan de él para rendirle homenaje y para cruzar su pasión por enseñar, y por aprender, con los alumnos y con los que ya son maestros y fueron, muchos de ellos, sus discípulos.

Su maestría para enseñar filosofía tiene una raíz poética, y radicalmente libre, abierta a los entrometimientos que permite esa ciencia de las ciencias: la ciencia que se basa en el sentido común y en la hondura de las preguntas.

En La Laguna don Emilio nos enseñó a preguntar y a preguntarnos; nada estaba explicado antes de que él llegara a clase, y cuando ya se hallaba ante nosotros, cubriendo el encerado del griego con el que nos enseñó a buscar las palabras latinas que son el ancla de la filosofía de las dos lenguas, nos hacía jugar con las palabras, para hacerlas mejores, más útiles, y paradójicamente más sencillas.

Su designo, en esos tiempos, este hombre cuya juventud se la pasó entre grandes escritores que eran sus amigos y sus maestros en los cafés de Madrid, era el aprendizaje. Y pronto fue Alemania, que entonces aprendía a resarcirse de la horrible experiencia nazi, la que lo acogió para prolongar allí, y para siempre, lo que venía buscando su genio y su apasionante deseo de estar cerca de los grandes, desde Homero hasta Aristóteles.

Nosotros íbamos a sus clases sabiendo que, desde muy temprano, en el aula o antes del aula, él iba a ser quien nos llevara al reino de sus intuiciones filosóficas, que no se basaban en el barroco sino en la sencillez, en las consecuencias de la búsqueda.

A este alumno que soy yo le puso como uno de los exámenes aquello que me diera la ganar comentar. Eran, decía él, recordando lo que le proponía don Francisco, su maestro, comentarios de la lectura.

En ese tiempo el movimiento pánico de Fernando Arrabal nos había abierto el ánimo del desafío, así que yo me arrimé a ese invento. Le puso un diez al examen y yo pensé que el maestro en realidad me está animando a que fuera un lector tan solo, o quizá un pequeño filósofo, o que no fuera sino un universitario desorientado que tuviera ganas de decirle al maestro aquí estoy, no me tome a mal esta bobada que he hecho.

Tiempo después se fue, pero su espíritu, y su presencia, estaba entre nosotros; en nuestras conversaciones, en el anhelo de los que nos quedamos. En las noticias que venían sucesivamente de Barcelona o de Madrid, don Emilio era parte íntegramente de nuestra pasión por seguir sabiendo. En Barcelona, en Madrid, allá donde fue, tuvo siempre a estudiantes o a quienes ya eran profesores de las islas Canarias queriendo conocer inspiraciones del maestro, ecos de su modo de enseñarnos a leer.

Ese modo de aprender él lo trajo a sus clases del ejemplo don Francisco… En algún momento él fue para nosotros como el flautista de Hamelin, nos llevaba a todas partes sólo con el eco de lo que nos seguía enseñando, aunque estuviera lejos. Era, tan cercana, la música de don Emilio, el flautista de Hamelin de todas las estaciones de nuestras vidas y de todas sus vidas como maestro… Siempre lo quisimos para nosotros, era parte de nuestro patrimonio insular. De todas las islas. Y naturalmente lo era también de Madrid, de Barcelona… y de Valladolid.

Todos le debemos a don Emilio el espíritu de leer, la sensación de que él nos regaló una senda que lo convirtió en maestro de todas las escuelas en las que fuimos aprendiendo. De muchos sitios ha recibido, y los recibe a sus 97 años, el aplauso que merece. Y ahora un lugar muy querido por él, Valladolid, ha decidido honrarlo porque allí, donde convivió con el talento, por ejemplo, de su amigo Miguel Delibes, don Emilio dejó una herencia aérea, íntima, total: la sabiduría.

Que Valladolid haya decidido hacerle este homenaje nos ha de llevar a pensar qué modos tenemos los canarios de alegrarnos de las enseñanzas recibidas si estos años y estas enseñanzas no hallan entre nosotros el aplauso que se debe a sus libros y a su filosofía. Él abrió la Universidad, la nuestra, que ahora son dos, la de La Laguna y la de Las Palmas, al saber y al futuro. La universidad, las dos universidades, tendrían que regalarle al menos parte de lo que él nos ha dado: la pasión por enseñar, la generosidad por contarle a él mismo cuánto lo queremos. n

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