Opinión | La Calle Nueva
El buen Arturo y sus ‘textos dispersos’

Foto de Arturo Maccanti en La Laguna expuesta en una muestra sobre escritores residentes en Tenerife. / DANIEL MORDZINSKI
Aparecen, y son como unas falúas que vienen, los Textos dispersos (1957-2014), de Arturo Maccanti, con quien tanto quisimos, cuya melancolía conocimos las partes rotas de su vida y también esas zonas en las que su risa, su sonrisa, esa especie de piel de niño asustado, sobresalía como un saludo y una interrogante.
La edición es de Idea y se debe de principio a fin a Roberto García de Mesa, que incluye un epílogo en el que Arturo le explica a Sabas Martín de dónde viene, a dónde iba, la escritura que subrayó las lágrimas del tiempo y el tiempo mismo que fue su vida. A Arturo le gustaba esa palabra que sirve ahora para su memoria y para la memoria de sus versos, de su prosa, de su asustada manera de huir del dolor o de recibirlo: melancolía.
El vaivén de su vida tuvo que ver siempre con ese barco que lo llevaba de La Laguna al Teide o al Puerto de la Cruz, como si Arturo estuviera buscando en el trayecto la huella de un niño, el de sus primeros poemas, donde ese niño aparecía como gritando, hasta el silencio habitado por el niño que luego ya no lo dejó nunca y que viviría con él, en su casa, en sus sueños, en la parte menos visible de su escritura y también en los ojos que ya no pudieron ser los mismos. Arturo era también ese niño, yo lo vi tras las puertas difíciles de la noche cuando todo es sombra y también lo son las palabras que te acompañan, sin amigos, a la otra esquina.
En sus años de Santa Cruz, cuando yo era un muchacho periodista, me admitía a comer en su casa en los mediodías, con su mujer; abría la casa de par en par para cualquiera y yo fui uno de esos cualquiera que vivió, cuando el tiempo ya lo había abatido, el llanto íntimo, desaliñado, propio, del hombre cuya melancolía nos interrogaba. Allí improvisaba versos, se sabía de memoria los de sus maestros, desde Miguel Hernández a Pedro García Cabrera, y también decía los sueños mirando a la pared.
Este libro es Arturo en todas sus facetas, y también ese que iba y venía y paraba en Tacoronte, a preguntarle al vino que guardaba en la parte de debajo de la casa cuál tendría que ser el destino de sus versos. Me daban ganas siempre de abrazarle, de decirle que le llevaba la alegría de mi casa, donde mi madre no olvida su risa, «doña Juana», le decía. Yo era el hijo de doña Juana, me preguntaba por ello como si derramara un verso en su honor.
En una época se fue a Madrid, cerca de Manuel Padorno, su amigo, que en esta antología protagoniza partes distintas de aquella relación de hombres de la poesía. Una de esas veces que me abrió la casa cerca de Taller de Ediciones, donde trabajó también al lado de Josefina Betancor, Arturo parecía un muchacho huérfano, que era huérfano también de su vida. Simulaba, por fuera, lo que por dentro le bullía, y que siempre aparecía en sus poemas. Le bullía, por ejemplo, La Laguna. No puedo olvidar, no olvidaré jamás, aquel gesto íntimo de las lágrimas de Arturo cuando el mundo se rompió para él sin otra resurrección posible que la que a veces le daban las risas regaladas por la amistad y el tiempo y la memoria.
Aquí, en este libro, están sus amigos, sus escritores, Cesare Pavese lo acompaña siempre, sus amigos del principio de los tiempos y de los tiempos que lo acompañaron en los largos años de duelo, la sonrisa esquiva de la vida que lo acompañaba por las esquinas de la ciudad a la que tanto quiso. Fue el poeta de La Laguna, por dentro y por fuera y, aunque no escribiera ni un verso, lo que decía con los ojos, esa lágrima que duró toda la vida, iba diciéndole a la soledad, al gentío, que estaba solo, nada estaba tan solo como su soledad, ni siquiera el terrible invierno o el inclemente verano podían más que su soledad de hombre solo.
Viví dentro de esa soledad yo mismo cuando un terrible aire de mentira quiso, y logró, apartarlo de mí en una ocasión de la que nos salvó, con una carta inesperada, un amigo común, Pedro Lezcano.
Para disociar al fin la maldad y para ponernos juntos de nuevo, llegó un libro enorme, bellísimo, de César Vallejo, su poeta. Se lo traje de Perú y a él se le rayaron los ojos cuando lo tuvo en las manos. Eso me dijo. Y yo respiré como si el mundo me hubiera puesto de nuevo en el sitio en el que habíamos estado, el de la amistad, el del silencio y el de la poesía.
Él me hizo vivir su propia poesía y ahora está conmigo gracias otra vez a un libro, en este caso sus Textos dispersos que nos regala Roberto García de Mesa. n
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