Opinión | Canarismos

Al perro acostumbrado a los huevos...

Protege a tu perro del frío con un buen abrigo.

Protege a tu perro del frío con un buen abrigo. / ED

El perro que está acostumbrado a los huevos no hay Dios que se los quite

El perro ocupa un lugar fundamental en el elenco de animales del entorno doméstico que forman parte del imaginario que inspira al vulgo en la elaboración de dichos. Por ello resulta recurrente que el sujeto aleccionador en diversas expresiones y frases proverbiales sea nuestro canino amigo, cuyo comportamiento es tomado como modelo para transmitir la enseñanza implícita en el proverbio o en la significación de la expresión idiomática en cuestión (v.gr.: «perro echado aguanta mucha hambre» o «ese es perro viejo», para referirse a una persona experimentada a la que es muy difícil de engañar).

El refrán «el perro que está acostumbrado a los huevos no hay Dios que se los quite» cuenta con esta otra variante que sustituye a Dios por el diablo: «[...] no hay diablo que se los quite». La expresión se refuerza por una asociación de ideas en la que el can ha tomado por costumbre «perpetrar» furtivas incursiones en el gallinero para, en medio del alboroto de las gallinas, coger y comerse los huevos a escondidas de su dueño. Lo que es tildado de un «mal vicio» de este animal.

Este decir fabulado viene a significar que las costumbres que se encuentran arraigadas en un individuo son muy difíciles de corregir o eliminar. «El perro» es emblema de la fidelidad, fidelidad a alguien o a algo, a una actitud o a una usanza. En este caso «estar acostumbrado» se refiere a quien arrastra o lleva consigo un hábito, un vicio o un comportamiento reiterativo conocido o reconocible (que «ya se sabe de que pata cojea el pájaro»). Los «huevos» («comer huevos») representan el comportamiento defectuoso, pues las buenas prácticas no conllevan sanción social alguna, sino que gozan de aceptación generalizada, como lo indica aquella expresión que dice: «Nunca las mañas pierdas» que incita a perpetuar y no cambiar las buenas maneras. Porque es tan difícil enmendar los malos usos «que no hay Dios que se los quite» [o en la versión alternativa, «no hay diablo que se los quite»] que toma el valor de superlativo absoluto («¡Ni Dios!») para expresar imposibilidad de enmendar o eliminar una conducta y se explica como una hipérbole que pone en cuestión la omnipotencia divina, conforme a los dogmas de la teología. Según la cual, nada resulta imposible para Dios; pues bien, aquí se niega tal potestad porque no hay manera de hacer cambiar de actitud y abandonar los malos hábitos cuando estos están fuertemente radicados. De modo que no puede «ni Dios» y, por si quedara alguna duda de que lo que no puede conseguir la autoridad divina, «por lazos del demonio», pueda hacerlo su antagonista (el diablo), pues no, tampoco, porque «no hay diablo que se lo quite».

Y si, ni el «maligno» con sus ruindades ni Dios con sus bondades pueden interferir para hacer cambiar la actitud de aquel que arrastra malos vicios para corregirlos quiere decir que nada ni nadie pueden cambiarlo. Porque, como dice aquel otro dicho isleño: «el que nace barrigón, ni que lo fajen de chico».

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