Opinión | Risas y fiestas

Nostalgia

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Nostalgia / El Día

En Instagram, cuentas de «nostalgia millennial». Tamagotchis, Pokémon, los regalos que venían con los paquetes grandes de ColaCao, consolas cuadradas, politonos, primeras redes sociales… Un recuerdo mío: a los diez años, reproducir una canción en el ordenador y grabarla con la grabadora de sonido de un móvil que tenía lucecitas por los lados y se encendían cuando te llamaban y en mi caso mientras sonaba esa canción que, já, había conseguido tener guardada para cuando quisiera sin tener que pagar ni nada. Es fuerte pensar que somos tan jóvenes y a la vez ha cambiado tanto lo que día a día tocamos y miramos. A veces me trinco a mí misma anhelando un estado antiguo, pasar el fin de semana en casa sin hablar con nadie, verme metida en la Nintendo SP como si de verdad estuviera paseando por esos paisajes pixelados, comer los productos ya retirados del Mercadona (lloré el año pasado al enterarme de que ya no iba a volver a probar la quiche de verduras) y recordar a la vez, dentro del recuerdo, un cumpleaños el fin de semana anterior en un garaje con platitos plásticos y papitas de las de conitos (y la quiche). A veces me trinco pensando que en ese pasado hay algo que no puedo alcanzar ahora, algo que deseo profundamente y sin lo que no puedo vivir, como si mi cuerpo no fuera a relajarse nunca más de esa manera ni fuera la vida igual.

Soy nostálgica. Lo he sido siempre. Cuando iba a primaria, recuerdo suspirar muy triste preguntándome cómo era posible que ya no fuera a preescolar. Recuerdo llorar pensando en los veranos anteriores. Recuerdo jugar a Kingdom Hearts II por primera vez, con diez años (muchas cosas importantes sucediéndome en 2005) y jartarme a llorar con el final del prólogo, cuando un personaje al que van a hacer desaparecer dice: «Parece que mis vacaciones de verano han terminado». Podría pegarme dos horas contándoles aquí todos mis recuerdos preciados y significativos, cualquier tema del que hablemos podría relacionarlo con algún recuerdo, y precisamente escribo esto para preguntarme por qué. ¿Por qué explicamos el presente desde el pasado? ¿Por qué nos perdemos a veces el presente por el pasado? ¿Todas esas cosas que añoro no las viví recordando otras cosas añoradas y desestimándolas? ¿Nos quedamos atascadas en esas cuentas de Instagram de «nostalgia millennial» porque queremos escaparnos de algo o porque simplemente nos dan cosquillas en la barriga y ya está?

Es complicado pensar en la nostalgia, sobre todo teniendo en cuenta cómo la derecha se ha apropiado de ella para justificar o popularizar la romantización del conservadurismo. Cuando me di cuenta de esto, empecé a tenerle un poco de miedo. ¿Y si nosotras, en otra clave, de otra manera, también caemos en la falsa idea de que solo hay que mirar lo que ya pasó, de que lo que ya pasó debe ser el medidor que nos marque lo que va a pasar, lo que es correcto, lo que es legítimo, lo que es natural? Pienso en los momentos en los que he crecido. Momentos en los que me he dicho: ah, estoy creciendo. Sin miedo y sin nada, sin aferramientos al Pokémon Perla, sin búsquedas de una derretición de huesos que solo se alcanza a los doce tras escuchar el crujir del primer papel de compresa. Y me doy cuenta de que lo que me ha hecho crecer, y el sentimiento de crecer en sí, ha sido totalmente inesperado y desconocido. Algo impredecible desde lo que sabía en el pasado. Algo abierto, echado palante, nada empeñado en las lógicas que me hicieron moverme en algún momento sino dispuesto a entender lo recién aprendido y a volver a pensar lo que no me funcionó, o lo que me funcionó pero no me dejó ver los que quedó en los márgenes de su funcionamiento.

La nostalgia, en fin, creo, pienso ahora, puede ser una trampa, porque puede impedirnos mirar lo que tenemos delante y decir: já. Y da mucho gustito, claro, cuando te aparece algo que te despierta ese pellizco del recuerdo y casi te derrites ahí mismo de tan pellizcada. Yo lloro cuando veo capturas del Tuenti. Pero también es verdad que sucede algo muy triste. Soy expertísima en jugar a videojuegos a los que ya he jugado. Volver a un mundo. Gritar de emoción al poder acceder a algo que creías perdido. Cuando juegas demasiadas veces, ese mundo empieza a agotarse, empiezas a ser consciente de su finitud, de que no puede decirte más de lo que ya te dijo y si te quedas ahí demasiado no estás haciendo nada ya. Lo tramposo es creer que entonces debes quedarte solo porque el juego pertenece al pasado. Crecer es no haberse podido imaginar antes de ninguna manera. Asombrarse de una misma.

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