Opinión | Retiro lo escrito
La Historia pollaboba

Kaja Kallas, António Costa y Ursula von der Leyen, en la reunión con socios de la OTAN. / OLIVIER MATTHYS / EFE
Giorgio Manganelli escribió un célebre cuento en el que un individuo entra en una tienda para comprar un frasco de after shave y al salir no hay nadie ni nada, y después de un par de minutos de perplejidad entiende lo que le ha ocurrido: mientras estaba distraído eligiendo entre marcas le habían robado el universo. Ayer, al salir del parlamento después de la segunda jornada del horrísono debate sobre el estado de Canarias, descubrí estupefacto que me habían robado el tiempo. Un buen pedazo de tiempo: cuarenta años nada menos.
A una decena de metros del acceso a la Cámara medio centenar de personas, agitando banderitas canarias y algunas pequeñas pancartas, gritaban «¡OTAN no, bases fuera, OTAN no, bases fuera!». Cuarenta años. 1985. Marchas contra la permanencia de España en la OTAN encaminándose al lugar de encuentros y discurseos en Los Rodeos. ¿Qué era la OTAN hace cuarenta años? Una organización diabólica, el brazo armado del capitalismo monopolista europeo, la amenaza de un inminente apocalipsis nuclear. Más de 300 gargantas gritábamos lo mismo: «Menos gastos militares/ más escuelas y hospitales». Es curioso: jamás aludíamos a la Unión Soviética. La URSS y sus satélites no representaban ninguna amenaza, Estados Unidos y los suyos sí, y eso lo compartíamos todos: socialistas, comunistas, anarquistas, independentistas. ¡OTAN no, bases fuera! Le pregunté a un tipo del PCE a qué bases nos estábamos refiriendo. Me respondió que a todas las bases militares de Estados Unidos desperdigadas por el mundo y luego señaló las pistas de Los Rodeos sobre las que se cernía una tarde ventosa y gris: ¿pero tienes dudas, pollaboba, que esto se transformará en una base militar de USA –lo dijo así, USA– cuando le salga de los cojones a Reagan? Negué enérgicamente con la cabeza. Por supuesto, no lo dudaba ni por un momento. Un estudiante universitario que llevaba gafas diminutas sobre granos enormes se subió a un tonique y comenzó un encendido discurso. Reagan era un asesino, un canalla, un tipo que sería juzgado por la Corte Internacional si no se diera la circunstancia de que controlaba la Corte Internacional, como controlaba el Gobierno español, al Rey, a las Fuerzas Armadas, Hollywood, los sindicatos yanquis, los escuadrones de la muerte salvadoreños, la producción mundial de chicle. En un grupito mis amigos socialistas miraban para otro lado en pos de la unidad de la izquierda frente al neofascismo internacional. Alguno tosía. Comenzó a lloviznar y aumentó el pelete. Cuando otro tipo estaba a punto de recitar una poesía contra «la máquina de matar que gobiernan generales borrachos de odio al pueblo» aparecieron los coches de la policía seguidos de un par de furgonas. Salimos por patas. El comunista me grito: «Por aquí, pollaboba, por aquí», pero una porra le rozó un costado, cayó al suelo y empezó a ulular. La lluvia se hizo más intensa. Los maderos no eran precisamente amables. Una docena de pollabobas atravesamos a la carrera un campo fangoso donde se había cultivado trigo. La policía no nos siguió. Llegue a casa embarrado y feliz: por lo menos había luchado un par de horas contra el sistema de opresión mundial y la criminal militarización de mi país.
De repente se restituyó el tiempo pasado. Volvía a ser la calle Teobaldo Power y brillaba el sol. La manifa frente al Parlamento aumentaba los decibelios. Intenté pasar pero no podía. Entonces me dirigí a uno de los extremos mientras se escuchaba cada vez más alto y más fuerte «¡OTAN no, bases fuera! ¡OTAN no, bases fuera!». Toqué levemente el brazo de uno de los manifestantes y le pedí, por favor, que me dejara pasar, que un amigo me esperaba en una cafetería próxima. El manifestante me escrutó con una mirada cargada de desprecio, se apartó un poco y me dijo:
–Pasa, pollaboba.
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