Opinión | Tribuna abierta
Un futuro sin trabajo

Una camarera de piso realiza su trabajo en un hotel. / Santi Blanco
Tras la expulsión del Edén se hizo necesario trabajar. Fue un castigo. Sin embargo, en los relatos bíblicos, toda condena encierra una oportunidad. Junto al esfuerzo, el trabajo concedió una identidad al hombre, una especie de orden o estructura que llama a la dignidad. Pero este sentido quizás no esté garantizado. Imaginemos, por ejemplo, un futuro no tan lejano, no inmediato pero sí previsible para dentro de dos o tres décadas.
En 2050 las ciudades seguirán en pie y las calles conservarán su diseño funcional. Es probable que ya circulen taxis voladores y coches autónomos. Procedimientos altamente robotizados dirigirán las fábricas. En las urgencias de los hospitales, se filtrará a los pacientes según los criterios de una inteligencia artificial. Las máquinas se encargarán de la burocracia y los juicios de menos envergadura serán resueltos por un algoritmo. A simple vista, se trata de un lugar civilizado. Una extraña serenidad regulará a la perfección el funcionamiento de los países. El poder de las computadoras prevalecerá frente a nuestra anarquía pasional. Pero en ese orden casi ideal sería palpable un vacío existencial que ahora apenas intuimos. Cuesta imaginar un mundo donde el horizonte profesional ya no articule la existencia.
No es algo nuevo: el progreso técnico siempre ha invadido el mundo laboral. La imprenta dejó atrás los costosos manuscritos; la mecanización eliminó la mayor parte de faenas agrícolas; la automatización digital hizo lo propio con los trámites administrativos. Pero el presente nos enfrenta a un salto cualitativo: la inteligencia artificial no sólo ejecuta, sino que aprende, analiza, decide. En este contexto, el capital pasa a ser más importante que el factor trabajo; al menos en muchísimos ámbitos. Si la primera condena fue ganarse el sustento con esfuerzo, quizás la segunda tenga un sentido opuesto: que este esfuerzo se convierta en algo irrelevante. Y que, por tanto, la pregunta clásica, «¿a qué te dedicas?», cobre un matiz amenazador.
Nuestra cultura nunca ha sabido muy bien qué hacer con el ocio. Los griegos lo celebraban como un camino hacia la sabiduría, pero era una vía reservada a una minoría. La modernidad calvinista, en cambio, convirtió el desempleo en un estigma. Si el capital se emancipa del trabajo humano, si ya no hay empleo ni siquiera para los más cualificados, ¿cómo redefiniremos entonces el sentido de nuestras vidas? Según Peter Thiel, quizás emerja una nueva aristocracia de la creatividad, gracias a la cual la producción intelectual, estética y filosófica quedaría como el último reducto genuinamente humano. O tal vez nos enfrentemos a un problema más grave: la falta de un propósito vital. Porque no es cierto que el trabajo sólo haya sido una carga. Sin él, corremos el riesgo de caer en una existencia sin contornos ni estructura.
El capital, en este escenario, no desaparece. Al contrario, se transforma en un poder absoluto, concentrado en unas pocas manos que controlan las infraestructuras de datos y los modelos de IA. Pero el capital sin trabajo ya no es exactamente el capitalismo que hemos conocido, sino algo distinto que aún no acertamos a interpretar.
Porque, si el ocio se convierte en norma en lugar de privilegio, entonces ¿cómo saber quiénes somos? Las utopías –nos han enseñado los clásicos– ocultan siempre rasgos distópicos.
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