Opinión | Gentes y asuntos
El Carnaval prohibido

Segundo Carnaval de Día / Andrés Gutiérrez
El 3 de febrero de 1937 la Junta Técnica del Estado, primer organismo del bando alzado, «por las circunstancias por las que atraviesa el país», suspendió las fiestas de carnaval». No se fijaron criterios religiosos o morales en la orden; sólo se decía que, en tiempos de guerra, no era adecuado exteriorizar alegrías.
El 12 de enero de 1940, el ministro de la Gobernación Serrano Suñer reforzó la vigencia de la orden e instó a los gobernadores civiles y los alcaldes a que vigilaran su estricto cumplimiento. En los primeros años hubo cierres de sociedades y locales públicos, detenciones y cuartos de corrección y se multiplicaron los bandos municipales avisando a los vecinos sobre la vigente prohibición de unos actos de fuerte raigambre en toda la geografía española. El tiempo suavizó los gozos y los castigos; los carnavaleros no hicieron mucho ruido en discretos bailes y algún que otro paseo callejero; y los regidores locales bajaron levemente la guardia, miraron para otro lado y dejaron unas discretas libertades dos décadas después del alzamiento. Con el desarrollismo, dos ciudades marítimas, abonadas a la modernidad y la alegría se empeñaron en conseguir una versión light de las celebraciones invernales.
Tenerife y Cádiz movieron gentes e influencias en Madrid. Ahí entraron en escena el exministro Pérez González, que nunca perdió su buena relación con el Pardo; y el escritor gaditano José María Pemán, libre de sospecha por su adhesión a las dos últimas dictaduras. Cada uno por su lado pidió lo mismo: celebraciones populares, dignas y participativas, ajustadas a la moral y el buen gusto en sociedades y calles. Y, no sin «las advertencias pertinentes, y el eufemismo titular de Fiestas de Invierno, Franco dijo sí».
El logro tinerfeño tuvo varios nombres propios pero ninguno tan inteligente y constante como monseñor Pérez Cáceres, que lo pactó con las autoridades tinerfeñas y también con carnavaleros conocidos. Aseguró en principio el nihil obstat del capitán general Alfredo Erquicia Aranda (1897-1978), un histórico combatiente en Annual, atemperado con los años; y el apoyo de Manuel Ballesteros Gaibrois (1911-2002), historiador, antropólogo y académico que, en sus tres años en el gobierno civil de la provincia, dio un notable impulso a la cultura. Trabajaron codo a codo con el mitrado Opelio Rodríguez Peña (1926-1989), primero secretario y luego delegado provincial de Información y Turismo que muñó la concesión de despacho a despacho con sus muchos amigos en Madrid; Joaquín Amigó de Lara (1908-1996), alcalde santacrucero con una activa gestión entre 1960 y 1965, y una lista de ciudadanos generosos que, ante el público o en bambalinas, recuperaron y multiplicaron el fulgor histórico del Carnaval.
Cayeron los dogmas y prejuicios del nacionalcatolicismo, uno a uno y cada cual con su coste y con su ruido, hubo aciertos y errores que la democracia asimiló con la naturalidad previsible y las protestas integristas que, pasado el furor y el tiempo, quedaron como las adendas críticas y sectoriales que cargan todos los acontecimientos sociales.
A distinto ritmo pero en todo el archipiélago, los carnavales volvieron por sus fueros, demostraron su necesidad y su valía y, de alguna manera, con la alegría compartida, fueron un anticipo de la anhelada democracia.
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