Opinión | RETIRO LO ESCRITO

Evitar el desborde

El presunto autor de la muerte de un joven grancanario en la madrugada del pasado sábado, muy tarde ya, pero todavía con el carnaval tronando en las calles de Santa Cruz de Tenerife, es un joven de apenas 19 años, estudiante de ingeniería y sin antecedentes penales ni ficha policial abierta. La juez de instrucción le puso una fianza de 6.000 euros que la familia abonó inmediatamente. Se deshace la imagen fantasiosa de un tipo violento, brutal y sediento de sangre y queda la realidad de un joven estudiante universitario de clase media alta que se vio de repente en una situación incontrolada. Algunos se han apresurado a decir, a partir de esta evidencia, que los carnavales santacruceros no son hoy más violentos, y todo fue un caso de mala suerte. Pero es falso. Las fiestas son hoy más violentas y existe mayor tensión que –por ejemplo– a principios de siglo.

La mayoría de los participantes en los carnavales callejeros se atienen más o menos al comportamiento canónico. Gente que baja a divertirse y a bacilar, a beber y a bailar, a ligar y a bromear durante horas. Pero en el ambiente se perciben cambios a veces sutiles y otros evidentes. Se detectan más guiris que nunca. Los guiris, por supuesto, ni conocen ni reconocen el código carnavalero y esa norma suprema: diviértete lo que quieras siempre que no boicotees, interrumpas o impidas la diversión de nadie. Una cosa es una broma y otra sufrir a cuatro ingleses borrachos como cubas y anchos como armarios abalanzándose sobre la gente y propiciando caídas a los demás una y otra vez, en la calle del Pilar, a medianoche del sábado precisamente. Luego está un fenómeno singularmente preocupante. Grupos y grupitos de quinceañeros que marchan por el carnaval y que cargados de botellas de alcohol tienen como objetivo empeduzarse lo más rápidamente posible, consiguiendo en muchos casos, en apenas un par de horas, un meritorio coma etílico. Observé bastantes. Apenas sonreían y hablaban poco entre sí, se apalancaban lejos de la peña, vaciaban rápidamente las botellas, se liaban un peta y vuelta a empezar. Dudo que el mayor haya cumplido los diecisiete años. De repente, en uno de estos grupos, un pibito que tendría 13 o 14 tacos cayó al suelo; los compañeros, y algunos adultos, lo llevaron en volandas al puesto de atención médica. Sí, en efecto, antes, hace veinte años, también te tropezabas con adolescentes borrachos, pero eran poco frecuentes. Ahora no. Ahora son muchos, cientos, y el carnaval solo es una excusa, un espacio infinitamente permisivo para emborracharse hasta el vómito y la inconsciencia. Pero lo más preocupante es la repetición de situaciones de tensión en cualquier instante, en cualquier circunstancia. El mal rollo, como dicen los pibes, se está generalizando. "Estuve bebiendo en cinco o seis kioscos diferentes", me contó un amigo esa noche, "y en todos estuvo a punto de estallar una bronca entre los camareros y los clientes, pero no pasaron de los insultos y un par de empujones". Recuerdo cuando en los carnavales te sentías todo lo contrario: protegido por el bacilón, por las ganas de fiesta, por el humor –amable o cabronazo– de la inmensa mayoría.

Los carnavales, como cualquier institución social, cambian y mutan. Por eso la misma concepción organizativa y operativa de la seguridad en las fiestas debe cambiar. Yo reconozco que no me impresionan los agentes del orden junto a sus coches relucientes con sus uniformes y sus canesús. Jamás los he visto interceptar las bebidas de niños y adolescentes y –sencillamente– pedirles el DNI. ¿Dónde estaban cuando cuatro ingleses beodos provocaban con alaridos a la gente? La policía tiene que actuar, pero no únicamente para sofocar peleas a botellazos o navajazos, sino para impedir infracciones menores y la emergencia de actitudes violentas, para advertir y disuadir. Ya, es jodido y poco épico aguantar borrachos peligrosos y bronquistas descerebrados, pero no hay otra si queremos evitar que esto se desborde.

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