Opinión | Retiro lo escrito

Luis Alemany

Luis Alemany con su Premio Canarias.

Luis Alemany con su Premio Canarias. / El Día

Luis Alemany no podía marcharse de otra forma. Estaba solo. La suya fue una soledad que pulió cada día oscuro, cada noche interminable, como un artesano: el precipitado de la forma callada y recoleta de autodestrucción que eligió cuando todavía era un hombre joven y parecía tener, sin duda hubiera tenido, un futuro espléndido. Había escrito obras de teatro premiadas siendo casi un adolescente. Había escrito una de las mejores novelas publicadas en Canarias, tal vez la mejor de los años setenta, Los puercos de Circe. Había empezado a ejercer como profesor antes de cumplir los 23 años en la Universidad de La Laguna -- un bar dotado de Universidad: una de sus sentencias más repetidas en todas partes. En algún momento, en los primeros ochenta, algo se rompió. Siguió escribiendo, por supuesto, incluyendo algunos cuentos admirables, algunas monografías críticas que todavía hoy son de provechosa consulta. Era un crítico muy inteligente, de lecturas amplias y pormenorizadas, atento a los contextos, con una mesurada voluntad de estilo. Pero por lo que le preguntaba la gente – incluido yo, por supuesto, imitando la impertinencia ajena – era por la siguiente novela. ¿Para cuándo la siguiente novela? Alguna vez contó que Los puercos de Circe era el primer volumen de una trilogía, luego dejó de decirlo. La ruptura definitiva llegó cuando se vió obligado a dejar la Universidad. Acumulaba casi veinte años de antigüedad, pero seguía siendo un asociado. Odiaba la política endógena de los departamentos universitarios, los padrinos miserables, las babas iridiscentes de los pelotas, los papeleos y certificados. Nada de eso le estimuló a concluir y entregar en plazo su tesis doctoral sobre el humor en el teatro español contemporáneo. Adoraba a Jardiel Poncela y recuerdo toda una tarde dedicada a hablar de su teatro – obviamente se sucedieron los whiskys a buen ritmo -- con una brillantez extraordinaria. También se refirió a las Máximas mínimas, un libro de falsos aforismos de Jardiel. El que más le gustaba (lloraba de risa al recordarlo) era muy corto: “En la batalla de Sedán, les dieron”.

Y empezaron los años duros. Lo suficiente para no mentarlos. Años de infinidad de labores alimenticias, de tristes curros mal pagados, de largas perspectivas fracasadas, de desapariciones que se prolongaban durante semanas y accidentes estúpidos, pero también de proyectos magníficos, como recuperar en tres volúmenes lo sustancial del corpus crítico de Domingo Pérez Minik, una influencia intelectual decisiva en su vida. Había tiempos buenos, en el bar del hotel Mencey, y momentos muy malos, en una bareto que parecía gestionado por las cucarachas en la calle Cruz Verde, pero siempre siguiendo los pasos traicioneros de Juanito el Andarín. En ambos sitios muchos nos sabían quién era Alemany, pero siempre lo llamaban don Luis. Su mirada era triste, escéptica, cansada, cansada de todos y para empezar de Luis Alemany, como si no se supiera perdonar a sí mismo nada. Pero también era la mirada de un escritor dotado de un talento narrativo excepcional en el país, de un ingenio crítico irrepetible, de una creencia en la palabra conmovedora y que en medio de todos los dolores e impotencias jamás le abandonó. Conocía muy bien su sociedad, como demostró en Los puercos de Circe y en algunos textos que deberían recuperarse: recuerdo una maravillosa crónica suya sobre un partido del CD Tenerife – él, que ignoraba lo que era un penalti – publicada en La Gaceta de Canarias. No le gustaban las islas pero le horrorizaba vivir en otra parte. Nunca agradeceremos bastante como trataba a los idiotas, como aquel que un día, en el bar del Círculo de Bellas Artes, le dijo a Alemany que no entendía con qué autoridad hablaba de danza, como estaba haciendo. Luis, lo observó con un desprecio infinito desde su vaso de whisky y le replicó al segundo: “Imbécil, tengo yo más horas de barra que la Pávlova”.

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