Opinión | Retrato del artista
Olga Merino
Julio Iglesias, un pecado venial

Julio Iglesias
Admito una debilidad con un susurro: me gusta Julio Iglesias. Matizo: me gustan las canciones de Julio Iglesias, aquellas que inyectan buen rollo inmediato. Pongámonos en situación: verano, vacaciones, una carretera comarcal, una brisa improbable, chuletas en la barbacoa o un gin tonic crepuscular en el chiringuito, los preparativos de una verbena, una falda nueva, y de fondo «me va, me va, me va, me va, me vaaaaaa, me va la vida, me va la gente de aquí y de allá». Otra posibilidad: el momento exacto, «en el último pico alcohólico de la fiesta», en que alguien le pide a Alexia que busque aquella de «soy un truhan, soy un señor» (que levante la mano quien no haya remedado la coreografía mímica del Tricicle). Aun así, puede que no hubiera devorado un libro sobre el cantante que más discos ha vendido, junto con Madonna y Elton John, de no haber sido por la doble tarjeta de presentación que lo precedía: la editorial, Libros del Asteroide, y el escritor, Ignacio Peyró.
Perfiles sobre Julio Iglesias se han escrito varios; entre ellos, una autobiografía que firmó Tico Medina. Pero El español que enamoró al mundo juega en otra liga. Peyró revienta las costuras del personaje para, a través de él, esbozar la crónica sentimental de un país entero, desde el tardofranquismo hasta este tiempo raruno de inocencias perdidas. La atmósfera, el hilván y el retrato coral aquilatan la anécdota concreta sobre Isabel Preysler o las 400 mujeres con que, dicen, se acostó el crooner pichabrava. Ahí están las hambres de la posguerra, la vida de pensión, el fútbol y ese no venir de ninguna parte, como casi todos. Siempre hay por qué vivir, por qué luchar. Ahí están Papuchi y el secuestro de ETA; las camisas viejas trastocadas por niquis Lacoste entallados. El whisky Vat 69 y los hombres que dejaban tras de sí un rastro de Agua Brava. La obligación de mostrar el libro de familia para encamarse en un hotel. El Festival de Benidorm y el destrozo del litoral. Cenas-espectáculo y «cigarrillos con filtros madreperla». Peyró observa y adjetiva con un pulso de estirpe planiana, con un dejo entre castizo y british.
A medida que el dinero desbastaba el país, así Julio iba convirtiéndose en multimillonario, en el sueño de felicidad para la clase media. Hizo campaña para Aznar y se dejó querer por Zaplana, mientras el país se sumía en los años de corrupción carnavalesca. Aunque el cantante ha tratado de privilegiar la ambigüedad en sus relaciones con los políticos, el biógrafo clava su radiografía ideológica: «Un señor de derechas, tolerante –sobre todo de cintura para abajo– y no sectario, con una inclinación muy clara por españolear».
Rebasados ya los 80 años, el cantante se ha negado a hacer el ridículo en los escenarios, a sucumbir al patetismo, aunque hayan intentado reducirlo a un meme («ya llega julio»). Gustará más o menos o nada, pero a estas alturas es innegable su esfuerzo, su carisma, esa gestualidad tan suya. El estilo lo es todo. O casi. También en la escritura, y eso Peyró lo sabe muy bien.
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