Opinión | Gentes y asuntos

La ceniza y la sardina

Primera edición de la Sardina de la Inclusión en el Carnaval de Santa Cruz

Primera edición de la Sardina de la Inclusión en el Carnaval de Santa Cruz / Carsten W. Lauritsen

Hoy, ya lo saben, es Miércoles de Ceniza y a ese viejo asunto dedicamos la columna. Los eruditos sitúan los orígenes del Carnaval cinco mil años atrás, en las celebraciones sumerias –para expulsar los malos espíritus de las cosechas– y egipcias, en honor de Apis, dios de la fertilidad. Los griegos celebraron las dionisias, con músicas y teatros, y los romanos las saturnales para celebrar la abundancia de la tierra; a estas dos civilizaciones, cimientos de la cultura de occidente, debemos el uso de los disfraces y antifaces para resguardar la reputación; y a todas las culturas, en su conjunto, el anuncio necesario y gozoso de la primavera.

En el Medievo estas tradiciones paganas se adoptaron como víspera de la Cuaresma, un periodo de abstinencia y ayuno que para la fiesta y, sin contar los domingos, se extiende cuarenta días –de ahí su nombre– hasta el Jueves Santo, hito central de la fe cristiana en imparable crecimiento desde entonces.

El Carnaval ha pasado, y lo hará en el futuro, por múltiples cambios y adaptaciones pero conserva sus característicos banquetes, músicas, bailes, juegos, bromas y risas y los disfraces que remiten a su herencia religiosa. La liturgia, por el contrario, se mantiene intacta en su título, esencia y morfología y, después de diecisiete siglos, el Miércoles de Ceniza, como preparación de los bautizos, recuerda el tiempo que pasó Jesús de Nazareth en ayuno tras recibir las aguas en el río Jordán y de manos de su primo Juan. Establecido en el año 325, el ritual se determinó en el siglo IX vinculado a la preparación de los bautizos y formalmente pasa por la imposición de la ceniza –obtenida de la quema de las palmas del Domingo de Ramos– en la frente de los fieles en forma de cruz. Inicialmente lo servían exclusivamente los sacerdotes pero las reformas contemporáneas lo abrieron a los laicos.

Las cenizas simbolizaron siempre luto, arrepentimiento y petición de ayuda a Dios y en su imposición el oficiante pronuncia las frases «Conviértete y cree en el Evangelio» y/o «Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir» para advertir a los fieles que nuestro lugar definitivo es el Cielo.

El Miércoles de Ceniza fue el gesto piadoso y, durante largo tiempo, obligatorio del Carnaval; el epílogo católico a los regocijos civiles y su condena pública a un año de espera. Pero el pueblo llano es sabio, ocurrente y capaz de voltear los hechos consumados; y la historia, que es una dama venal y de buena boca, lo admite todo. Ocurrió que, en 1768, llegó a Madrid una partida de pescado en malas condiciones encargada por Carlos III para las abstinencias cuaresmales. Así las cosas, para simpatizar con sus vasallos que pasaban por una larga hambruna, les entregó la carga maloliente; la respuesta popular fue inmediata e ingeniosa: el entierro y quema de las sardinas en la ribera del Manzanares en medio de una fiesta y chanza donde el ilustrado monarca no salió bien parado.

El Carnaval ganó un día y, desde entonces, en ciudades de campanillas y pueblos remotos, el Entierro de la Sardina se instauró y consolidó como un número fijo y como una aguda sátira al poder que sobrepasó con creces la frontera peninsular y se extendió por toda Iberoamérica.

Salvo el paréntesis trágico de la guerra civil y la vigilada y estrecha posguerra, con mucho control y tiento y otro nombre –Fiestas de Invierno desde 1961– las carnestolendas despertaron y, en imparable crecimiento con la democracia, se convirtieron en un valioso incentivo para el turismo y, sobre todo, en una oportunidad espléndida para que los canarios muestren su arte, su ingenio y su compromiso con el tiempo nuevo que llega siempre después del Entierro de la Sardina.

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