Opinión | RETIRO LO ESCRITO

Llegar al carnaval

Cabalgata anunciadora del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife 2025

Arturo Jiménez

A mí me conmueve ver, desde la primera hora de la mañana del viernes, las sillas que miles de personas instalan en las aceras de esta ciudad para poder disfrutar de lo que se llama con merecida cursilería Cabalgata Anunciadora del Carnaval. La gente instala las sillas, las ata con un cordel, amarra también, si puede, el cordel a una farola. Luego aparecen los turnos. Los turnos para vigilar que nadie deshaga los nudos y se mame las sillas. Así se pueden ver zancandilear en las inmediaciones de las sillitas a ancianas y niños –los grupos de edades a las que se encargan este cometido– con el vigilante ojo puesto en el bien más preciado. Me conmueve, sobre todo, porque las estúpidas sillas no sirven para nada. Si te sientas pierdes lo poquísimo que puedes ver de la cabalgata en nuestras estrechas calles: una moto de la poli local, tres o cuatro tipos de los Triquis, media docena de comparseras obviamente aficionadas a la pizza pepperoni y a las papas con costillas, un grupo disfrazado de gente disfrazada, las ruedas del carricoche donde va la Reina del Carnaval o, también de refilón, una rondalla intentando mantener la dignidad y que siempre canta soldado de Nápoles que vas a la guerra, mi voz recordándote, cantando te espera. Inevitablemente quedarán sordos por los gigantescos altavoces de las carrozas empurpurinadas y les salpicarán de cerveza, whisky y pamperocola. Es una auténtica hazaña disfrutar del desfile carnavalero desde una silla. Más descansado es ponerse de pie y sumarse a la cabalgata y a su vertiginoso estruendo, cada vez más exasperado, hasta el final.

Pero se trata de una costumbre y en el carnaval las costumbres se sustancian en rituales, y los rituales, por supuesto, cristalizan en mandamientos. Como cualquier fiesta el carnaval chicharrero tiene sus rasgos específicos que se repiten desde hace más de medio siglo y sobre los que se asienta su identidad. Ocurre tanto en el carnaval de concursos y premios como en el carnaval callejero. Las fiestas devienen renuentes al cambio. Lo llevan mal. La única novedad en los últimos tiempos ha sido la creación e institucionalización de las murgas femeninas, a las que ya nadie les sopla. Es extraño, de todas formas, que no hayan aparecido ya murgas de la tercera edad o murgas del colectivo LGTBI+ (cubanita soy señores/cubanita y muy formal/más vale ser cubanita/aunque usted lo tome a mal). ¿Y cuándo llegarán las murgas de discapacitados? En fin, yo sospecho que si los murgueros han admitido murgueras es por una cuestión de equilibrio matrimonial y por no tener problemas en casa. En lo demás no se registran cambios apreciables dentro del microuniverso murguero. Como dijo una vez Miguelito el Policía, se han transformado en grupos de payasos cabreados cuya menor preocupación parece ser divertirse o divertir a alguien. Ya no se ríen del mundo, quieren denunciarlo y cambiarlo: son payasos marxistoides. Las comparsas igual. Las rondallas igual (de aterradoras). Y los jodidos premios. Y, sobre todo, la Gala de Elección de la Reina o el intento enloquecido de hacer un espectáculo memorable, admirable y televisable con cantantes, bailarines, payasos y guionistas amateur. El resultado año tras año: un grimoso quiero y no puedo. Hay ediciones mediocres y ediciones vergonzosas; este año ha sido de las segundas. Es prodigioso que la gente no entienda que la Gala del Carnaval, bajo sus premisas básicas, jamás podrá salir bien y alcanzar la altura de un gran espectáculo.

Lo mejor del carnaval empezó anoche en la calle y se extenderá la semana que viene. Ocurre cuando nos olvidamos de todo, bailamos, reímos, nos emborrachamos, comemos asquerosidades en los kioscos, ejecutamos bromas inolvidables, ingeniosas, idiotas, efímeras. Pero para llegar por fin al carnaval hay que atravesar otro como una penitencia previa. Todavía vale la pena.

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