Opinión | RETIRO LO ESCRITO
Una anomalía democrática
En el pequeño Shangri-La parlamentario es de mal gusto hablar de dinero. Al menos del dinero que cobran los diputados sin perdonar un euro y que pagamos nosotros con nuestros puñeteros impuestos. Esconden el monto de lo que chupan debajo de las alfombras.

Pedro Sánchez, a su llegada a Kiev / AP
Para defender lo indefendible – que los ciudadanos canarios no sepan exactamente lo que cobran sus diputados y diputadas – la Mesa del Parlamento, desde el pasado mes de enero, se ha envuelto en mentiras y mentecateces. Todo parte de la subida de los salarios –moderada – y de las dietas –altísima—que sus señorías aprobaron el pasado año. Para empezar, la Mesa ha tenido el ruin descaro de señalar que “no es obligatorio comunicar esos ingresos individuales a la opinión pública y basta dejar constancia del acuerdo adoptado el pasado 9 de julio, en el que se fijaba a cuantía de dietas e indemnizaciones con carácter general”. Aquí la expresión medular, desde luego, es la locución no es obligatorio. Que sea obligatorio o no, en fin, no lo decide la Mesa, desde luego; en todo caso, resulta una lectura particularmente sesgada, porque la Mesa no es, precisamente, un agente incontrovertible externo a la Cámara. La Mesa aquí actúa como una guardia de corps al mercantil servicio de partidos y diputados. Pero incluso si se admite esta curiosa observación, el que algo no sea obligatorio no significa que no pueda producirse. De manera que, sintéticamente, sus señorías constatan que informar sobre lo que cobran no es obligatorio, y optan por no hacerlo.
Lo que pretenden es que sean los ciudadanos –incluidos esos tres o cuatro bocazas que todavía hacen información parlamentaria – los que sumen y multipliquen los sueldos, los complementos y las indemnizaciones, que ellos están muy ocupados para tales minucias. Con lo sencillo que sería que cada una de sus señorías informaran cada mes a los servicios de la Cámara de sus ingresos mensuales en virtud de los tres conceptos. Pero no. En el pequeño Shangri-La parlamentario es de mal gusto hablar de dinero. Al menos del dinero que cobran los diputados sin perdonar un euro y que pagamos nosotros con nuestros puñeteros impuestos. Esconden el monto de lo que chupan debajo de las alfombras.
En cuanto a las habilidades aritméticas que nos exigen sus señorías tampoco nos garantizan, desgraciadamente, una información precisa. Simplemente porque no se informa –tampoco – sobre las dietas o indemnizaciones percibidas. Nadie puede saber cuántas dietas cobró en noviembre o diciembre, por poner un excelso ejemplo, la presidenta de la Cámara, doña Astrid Pérez. Y si no sabemos cuántas dietas cobró, ¿cómo vamos a multiplicarlas y sumar la cantidad a los demás conceptos? Es una burla de señoritingos al que no les importante arrastrar al Parlamento a una anomalía democrática. Si alguno de los diputados o diputadas no quieren formar parte de esta maniobra de tahúres ya sabe lo que puede hacer: informar a los ciudadanos de lo que cobran exactamente todos los meses adjuntando un breve informe sobre su curro en dicho periodo. Lo que se llamaba antes, cuando quedaba un ápice de vergüenza, rendir cuentas.
Quedan, por supuesto, dos puntos para tratar. Primero, las razones del secreteo. Es muy obvio. Sus señorías no quieren que se sepa lo que ganan, especialmente la creme parlamentaria, es decir, los afortunados miembros de la Mesa y los presidentes y portavoces de los grupos parlamentarios. Porque igual te salen por 7.000, 8.000 o 9.000 euros por cabecita regia. Puede que en algunos meses se superen ampliamente esas cantidades. Y parte sustancial de ese pastón – las indemnizaciones o dietas – no deben declararse a Hacienda. Es una fiesta cada mes, un placer fiscal anualmente, un guatatiboa sin informaciones incómodas que irriten a los electores, pobres diablos, por su presión arterial mejor que no sepan nada. Segundo, cómo pueden hacerlo. Es sencillo y seguro que ustedes lo han adivinado. Entre todos han creado un sistema tan conveniente y entre todos los protegen. “Nuestros sueldos con cosa nuestra”, le escuche hace muchos años a un diputado. En español. No en italiano. Pero se entendía.
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