Opinión | A babor
Pagar impuestos es de pringados
Sumar parece encadenado a un infantilismo político que irritaría al mismísimo Lenin

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, en una imagen de archivo. / EUROPA PRESS
En la pelea por la tributación del Salario Mínimo el Gobierno vuelve a exhibir su esquizofrenia económica con una disputa ridícula que, más que un debate fiscal serio, recuerda el guion de una comedia surrealista, dentro de su habitual registro del teatro de la contradicción. La parte socialista, en un ataque de realismo económico inhabitual, ha decidido que -¡¡sorpresa!!- las rentas deben tributar. La parte sumaria y antes podemita, en cambio, se revuelve: acabarán probablemente proponiendo intervenciones de ingeniería compensatoria, subiendo el impuesto a la banca, que –como es bien sabido– ha logrado impactar mucho al beneficio bancario, provocando los mejores resultados de su historia.
Sumar parece encadenado a un infantilismo político que irritaría al mismísimo Lenin. Cada vez que hay que ponerle algo de ideología y de cabeza a los problemas, los de la señora Díaz se lanzan de nuevo a la histeria habitual de la izquierda bienintencionada. Se rasgan las vestiduras, pero su alternativa es un festival de parches y subsidios que confunden la progresividad fiscal con repartir pasta sin ton ni son. Quieren proteger el salario mínimo de la tributación, pero se niegan a explicar cómo puede sostenerse el sistema fiscal excluyendo cada vez a más contribuyentes de pasar por caja para cumplir con sus obligaciones tributarias.
La historia no tiene mucha vuelta de hoja, el salario mínimo ha sido tradicionalmente una referencia salarial intocable en términos de tributación, con medidas excepcionales que permitían aliviar la carga fiscal sobre quienes menos ganan. Ahora que el Gobierno quiere introducir cambios en la tributación, se ha desatado un escándalo artificial con los actores de siempre. Pero interpretando papeles más confusos.
El Partido Popular, en su cruzada populista habitual, agita la bandera de los agravios fiscales con la profundidad analítica de un eslogan de pancarta. Es ridículo: un partido marcado en su ADN por el relato de reducir la fiscalidad (que no ha cumplido jamás cuando le ha tocado gobernar) vuelve a subirse de nuevo al carro del populismo fiscal. Claman los de Feijóo que gravar el salario de los que menos cobran es un ataque innoble a los trabajadores, a la libertad económica y a la sagrada tradición española de encontrar atajos para no pagar impuestos. Es irónico, pero en este asunto, PP y Sumar se parecen más de lo que les gustaría admitir.
Ambos juegan a la política del agravio y la indignación, aunque desde polos opuestos. El PP defiende a quienes tienen dinero y quieren seguir teniéndolo sin que el Estado meta la mano. Sumar se alza como un Robin Hood del siglo XXI, aunque más parece un club de fans de las soluciones mágicas. Pero la cosa es que la fiscalidad no funciona con magia, sino con números: el salario mínimo ha escalado un sesenta por ciento desde que Sánchez gobierna. De poco más de 700 euros a poco menos de 1200. Eso supone una carga enorme para las empresas, especialmente para las pequeñas, que recurren a falsear sus contratos laborales, firmando por menos horas. Ya han desaparecido 25.000 pymes, sin contar a los autónomos con gente empleada que han echado el cierre. Si el Gobierno hubiera subido un 60 por ciento el sueldo de sus funcionarios en siete años, ya habría cerrado también. Pero subiéndole el salario mínimo a los empresarios quiere cobrar más impuestos. Mira si son listos…
Y luego están los otros números: los que dicen que no se puede sostener un sistema de bienestar sin una tributación justa. En España, la presión fiscal sigue siendo menor que en muchos países europeos, como también lo está la productividad, en la que estamos a la cola europea. La verdad socialmente aceptada es que nos fríen a impuestos, pero la verdad verdadera es que sólo fríen de impuestos a las clases medias, alimentando un desapego creciente con la corresponsabilidad fiscal. Al final, los únicos que pagan siempre son los de siempre: trabajadores, autónomos y pequeños empresarios que no tienen a su disposición los trucos fiscales de los poderosos.
Este último episodio coloca al Gobierno en su habitual teatro de la contradicción. La parte socialista, después de años de darle a la máquina de apaciguar puigdemones, ha decidido que toca tributar. Sumar marca perfil para las próximas elecciones. Saben que pueden ser las últimas. Y Podemos se revuelca en su dilema moral: está de acuerdo en gravar algunas rentas, pero solo si el resultado final es una especie de redistribución mágica en la que nadie se sienta agraviado (spoiler: es imposible). n
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