Opinión | A babor
La ciudad donde se cruza el desierto
Las rutas del desierto seguirán sin llevar a ningún sitio, con el norte roto entre marroquíes y polisarios, el sur enzarzado en el polvo rojo de la disputa racial, y Nuakchot en el inútil cruce de caminos entre el África que fue y la que no llegará a ser

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se reúne con el presidente de Mauritania, Mohamed Uld Ghazuani, en Nuakchot / POOL MONCLOA/FERNANDO CALVO
Desde el aire, la ciudad es una más de las diez o doce capitales del desierto. Un cruce de caminos en las rutas del Sahara y el Sahel. Una aldea de casi dos millones de habitantes construida en una superficie tan grande que resulta difícil creerlo… apenas un punto concreto en una región de pozos de agua a veces salobre, a veces potable, al lado de un modestísimo puerto del Atlántico sobre el que fue levantándose poco a poco una administración.
Pero cuando aterrizas, Nuakchot deja de ser la imagen sorprendente de miles de barracas que sabes construidas en material de desecho y argamasadas con cemento y conchas marinas y se convierte en un pueblo más de África, bajo el polvo fino del desierto que ataca la fisonomía de plazas, monumentos y edificios y cubre el alma de sus gentes hasta hacerla intransitable para cualquier extranjero. Ese polvo de arena, común a tantas geografías de la pobreza, tiene en Nuakchot una seña de identidad propia, que radica en el origen marino del lecho sobre el que se asienta y extiende la ciudad. Millones de millones de millones de conchas, que convierten a Nuakchot en el mayor cementerio de moluscos del planeta, hacen que el polvo asfixiante de la arena del lugar parezca menos rojizo y más blanco –por tanto más luminoso– sobre la tez de sus gentes.
Pero hay más cosas diferentes en la capital de esta nación de dos pueblos y dos razas: es precisamente el color de la piel de sus hombres y mujeres, sólo ligeramente tostada en la mayoría mora y definitivamente negra en los inmigrantes de origen senegalés, la primera razón de discordia y sangre en una ciudad que hasta 1980 conoció legalmente la esclavitud. Un recuerdo demasiado cercano para ese millar largo de africanos negros, asesinados salvajemente en los barrios pobres de Nuakchot hace ahora 25 años, cuando la reacción ante los disturbios fronterizos con el vecino Senegal tiñó nuevamente de rojo el polvo blanco de las calles…
Dicen los mauritanos moros –aquí son los blancos– que aquello fue un «pequeño exceso» y que ha pasado desde entonces el tiempo suficiente para que las aguas se remansen. Probablemente sea cierto, o lo fuera hasta que un millón y medio de inmigrantes entraron irregularmente en el país.
Medio millón de ellos malviven en Nuakchot, la ciudad a la que hoy llega Fernando Clavijo, en la tercera visita oficial de un presidente del Gobierno de Canarias a la capital de Mauritania. Una ciudad que ha multiplicado por cinco su población en este siglo, y que sigue atrayendo todos los años a decenas de miles de personas. Una ciudad marcada por el tráfico del Sahel hacia la puerta atlántica de Europa, Canarias, y a la que llegan oleadas de migrantes de Senegal, Mali, Burkina Faso, Níger y Chad, subsaharianos de Senegal, Gambia, Costa de Marfil y Camerún, o gentes que eligen la ruta del desierto desde lugares tan lejanos como Pakistán, Siria, Bangladesh y la India.
Mauritania, que dio a Roma dos emperadores, es ya el nuevo tapón de Occidente: más de un millón de irregulares esperan para alcanzar Europa, atrincherados cerca de las costas de Nuadibú, 500 kilómetros al norte de la capital. Muchos contactan con las mafias, embarcan y logran dar el salto. Algunos pierden la vida en el intento.
Es cierto que Mauritania no colabora con las mafias. Aprobó una durísima ley para luchar contra el tráfico humano, y su legislación de residencia prohíbe la entrada al país durante diez años a cualquiera que haya sido previamente detenido. Pero eso no ha impedido que millón y medio de migrantes vivan a la espera y en pésimas condiciones por todo el país. Un país que alberga en su frontera con Mali un campamento de la ONU con 170.000 refugiados malienses que huyen de la guerra civil. Eso sí es presión: ¿puede alguien imaginar la llegada a España en un par de años de quince millones de inmigrantes irregulares? ¿O tener que atender a dos millones de refugiados? Pues esa es –en proporción– la situación que van a conocer Clavijo y su enorme comitiva.
Una ciudad con medio millón de irregulares a los que la gente atribuye el tráfico de drogas, aturdida ante la inminencia de una crisis que amenaza ya la convivencia en el país, que está provocando conflictos raciales y asonadas, y sin recursos para hacer frente a la que les ha tocado… ¿con qué proyectos, ayudas, negocios… vamos a compensarles por recoger de nuevo los que vinieron de allí? ¿Es posible pedirle a Mauritania que colabore más de lo que ya hacen? No lo creo.
Las rutas del desierto seguirán sin llevar a ningún sitio, con el norte roto entre marroquíes y polisarios, el sur enzarzado en el polvo rojo de la disputa racial, y Nuakchot en el inútil cruce de caminos entre el África que fue y la que no llegará a ser.
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