Opinión | El ojo crítico
fernando ull barbat
Alejandro Magno, el otro Aquiles

Alejandro Magno, el otro Aquiles / El Día
En el encantador libro Viaje a pie (1979) que publicó Josep Pla poco antes de morir contó que si algún joven lector que se encontrase en el umbral de la puerta de la vida le preguntase cómo comenzar esos primeros pasos le aconsejaría hacer un viaje a pie. Para Pla, por supuesto, ese primer viaje a pie debía realizarse por el Bajo Ampurdán, lo que Pla denominaba ‘el país’, comarca catalana a la que regresó después de haber recorrido medio mundo y de haber sido testigo directo de los años más convulsos de la historia española.
Hace más de veinte años me eché mi bolsa de viaje al hombro y me fui a recorrer por primera vez la antigua Grecia, es decir, la que sus habitantes conocían como Hélade y que incluía la península, las islas que la rodean y la costa oeste de Turquía. Recuerdo un anuncio de televisión que solía emitir la cadena Euronews a principio de los años 90 animando a visitar Grecia con el lema ‘elegida por los Dioses’. Un país con una historia tan compleja merecía ser recorrido a pie, a la manera de Pla, o al menos una parte. Y eso hice. Siguiendo los pasos de Alejandro Magno en su conquista del mundo conocido en su época, yo también fui, como dijo Bruce Chatwin, detrás de esa búsqueda que reside en cualquier sueño.
Cuando Alejandro Magno se adentró en la actual Turquía en su campaña de conquistas que le llevó hasta la India, lo primero que hizo fue ir a visitar la ciudad de Troya. En el año 334 A.C., después de su primera victoria en el Gránico, el rey macedonio rindió honores a Áquiles corriendo desnudo alrededor de su tumba, cuyo túmulo se encuentra a unos kilómetro de Troya, muy cerca del mar. 1000 años después de la caída Troya, de los acontecimientos que Homero retrató después en su conocida Ilíada, los griegos seguían teniendo como ejemplo a seguir en sus vidas los personajes de Homero. Ha dicho Robin Lane Fox, uno de los dos o tres mejores especialistas de la antigua Grecia, que Homero relató unos acontecimientos que nunca existieron. Homero visitó Troya pero la historia de aquellos héroes fue inventada. Sin embargo, resulta difícil visitar Troya y viajar por la Hélade y no creer que aquellas batallas e intrigas existieron en realidad.
Tras su segunda victoria a los persas en la batalla de Issos, Alejandro se quedó con un pequeño baúl del rey persa Darío. En él guardo su ejemplar de la Ilíada que le acompañó hasta su muerte como también una forma de luchar basada en la virtud, la valentía y el honor. Él mismo se consideraba un segundo Aquiles y siempre tuvo hacia las ciudades que conquistó la mano tendida para implantar la democracia tras el paso de su ejército. Desde que los aristócratas ingleses introdujeron en el siglo XVIII el viaje a Italia y Grecia como una forma de completar su formación, viaje que se conoció como el Grand Tour, miles de europeos de clase acomodada viajaron al mediterráneo en busca de la antigua Europa. Y en esa búsqueda tuvo un papel principal hallar el misterio de Troya como ya lo había sido más de dos mil años antes la causa de la invasión del Oriente por Alejandro Magno. Ese misterio es el que yo traté de resolver. Por qué, me preguntaba hace más de veinte años sentado en el teatro de Epidauro, tengo esta sensación de estar en casa, en mi verdadera casa.
Hace unos meses el historiador Francisco Fuster, profesor de la Universidad de Valencia, dirigió la edición de una recopilación de los artículos del periodista Agustí Calvet (Gaziel. Pláticas literarias, 2024). En uno de ellos Gaziel relató su viaje en barco a Cefalonia desde el puerto de Patras. Al pasar por delante de una población costera con casas muy blancas, como las españolas, le dijeron que era Missolonghi, donde murió el poeta lord Byron luchando por la independencia de Grecia. En mis viajes a Grecia, camino de Ítaca, en un barco parecido, yo también, como Gaziel en 1915, observé Missolonghi desde la lejanía.
Una tarde, mientras esperaba un autobús camino de Epidauro, los dioses del Olimpo, siempre tan juguetones, hicieron que me quedase medio dormido en unas silla de la estación. Perdí aquel autobús. Deambulando sin saber qué hacer pregunté a unos chicos que me dijeron que montase en el suyo. Hablé con el conductor que por señas me indicó que me dejaría por la zona antes de regresar a su casa. Y eso hizo. Ya de noche se detuvo cerca de una estrecha carretera desde la que se podía ver, más abajo y a unos centenares de metros, las luces de Epidauro. Los dioses me habían concedido la oportunidad de conocer Grecia, esa Grecia que yo buscaba. En completa oscuridad salvo una tenue luz de la luna, caminando carretera abajo, el viento enviado por Eolo que se mezclaba entre las ramas árboles me indicó el camino. Estaba en la tierra elegida por los Dioses.
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