Opinión | A babor
El feminista

Román Rodríguez / Efe
Antes de que las políticas woke se apoderaran del feminismo para convertirlo en un accesorio para sus campañas, ser un hombre feminista significaba algo. No consistía en ponerse una etiqueta publicitaria, ni en alardear de eslogan, sino en una actitud. Un hombre feminista no se limitaba a repetir discursos preparados, utilizar un lenguaje impostadamente inclusivo o calzarse camisetas moradas el 8M. Más bien, cuestionaba activamente las estructuras que beneficiaban a su propio género, y eso lo convertía en un bicho raro.
Durante buena parte del siglo XX, ser hombre y feminista significaba estar dispuesto a enfrentarte a tus propios amigos, colegas y familiares por denunciar el desequilibrio y las injusticias. En los años 60 y 70, cuando el feminismo de segunda ola irrumpió con fuerza, algunos hombres entendieron que no bastaba con apoyar a las mujeres de palabra, que era necesario ceder espacios, compartir lo doméstico y, en general, desmontar el privilegio masculino. Ese proceder no era popular, no daba puntos en política, pero era real, auténtico. Sin redes sociales donde presumir de lo que se es, quedaba la actuación personal. Algo que tenía que ver con la relación con tu pareja y el resto de las mujeres, con la educación de los hijos, con tu pensamiento íntimo, pero sobre todo con tu comportamiento, tus acciones personales en el mundo cercano. No creo que muchos lográramos pasar de las intenciones a los hechos con sobresaliente, en aquellos tiempos aún próximos en los que Soberano era cosa de hombres y casi todo lo demás –menos la casa, los hijos y los cuidados- también. Pero muchos lo intentamos.
Ahora, ser feminista se ha convertido en un distintivo de calidad política, como el sello ecológico en los yogures. Todo el mundo quiere llevarlo, aunque el yogur del envase siga siendo la misma leche agria y cortada de siempre. En España, hemos visto desfilar por la pasarela del feminismo performativo a más de uno: Pablo Iglesias, por ejemplo, siempre se ha vendido como un gran aliado de la causa, pero abundan las pruebas de un estilo de liderazgo masculino más bien agresivo. No sólo sus baladronadas sexuales, bastante viejunas, también una cierta forma de entender la tutela de su entorno. Desde el control sobre su partido hasta la forma en la que ha manejado sus relaciones personales en el ámbito público, su feminismo parece funcionar mejor en los discursos que en la práctica. Su conversión en comunicador estrella en You Tube no ha logrado disimular sus contradicciones. Sigue siendo evidente lo que de verdad le pone, que tiene mucho que ver con hacer sangrar a la gente, intuyo que sin distinción de sexo. En cuanto a Echenique, tampoco ha perdido nunca la oportunidad de subirse al carro feminista, aunque su historial de coherencia con los derechos laborales de las mujeres que le han cuidado a lo largo de su vida es –digamos- bastante cuestionable. Lo de Errejón es otra historia, casi de libro. Probablemente sea víctima de su propio estilo, un ejemplo de cazador cazado con su propio discurso. Y no es el primer político de izquierdas al que le ocurre exactamente lo mismo. Resulta irónico que en los espacios donde la política toma sus decisiones, la izquierda sea menos consecuente con sus discursos que la derecha. En la proclama izquierdista, el compromiso con el feminismo suena melódico y acompasado, pero en la práctica chirría en la protección de las estructuras de poder que condicionan la igualdad.
Personalmente, creo que el feminismo auténtico no precisa de anuncios grandilocuentes, camisetas moradas con eslóganes y un lenguaje impostado. Se demuestra en la gestión del poder, en la igualdad salarial, en la protección de los derechos laborales, facilitando actitudes y comportamientos que permitan superar la injusticia, los techos de cristal, la discriminación, y enfrentar sin miedo los cambios sociales.
El feminismo que se cacarea desde la política recuerda las dietas que se anuncian en enero: al final todo sigue igual. La diferencia entre decir que se es feminista y serlo radica en la acción diaria, en la cesión de poder, y sobre todo en la coherencia entre discurso y práctica. Por eso produce bochorno que Román Rodríguez –precisamente él– sea distinguido con la Medalla del Ministerio de Igualdad por promocionar los valores de Idem. Muy fuerte: Román es el único político canario de nivel señalado reiteradamente por acoso y conductas machistas. Lo denunció la diputada Espino en el Parlamento, por la forma casposa en que la intentó ridiculizar durante años, y lo denunció también la exconsejera de Sanidad de su propio Gobierno –la socialista Cruz Oval– por acoso continuado en los Consejos de Gobierno, hasta que logró echarla, para que pasara todo lo que pasó después. En fin…
Román, premiado por Igualdad. Cosas veredes.
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