Opinión | Observatorio

Elogio de la Dra. Budde

La obispa de Washington ha despertado la irritación de Trump, que ha calificado su discurso como carente de inspiración, y a ella de no hacer bien su trabajo

El presidente de EEUU, Donald Trump.

El presidente de EEUU, Donald Trump. / AARON SCHWARTZ

Tras la Segunda Guerra Mundial, el teólogo Paul Tillich, cercano a los círculos socialistas alemanes, escapado de Alemania en 1933 y estabilizado en Harvard, publicó un libro titulado ‘La era protestante’. Era una reflexión cultural y social, pero también un análisis eclesiástico. Allí definió el principio protestante. En modo alguno quería señalar una identidad rígida entre ese principio y las iglesias reformadas. El principio protestante podían practicarlo los católicos, aunque no su jerarquía eclesial, pues reclama mantener la dimensión crítica ante cualquier autoridad mundana elevada a una posición indiscutible.

El principio había tenido su primera manifestación histórica en las palabras de Lutero ante el emperador Carlos V. «Decir algo contra la propia conciencia no es seguro ni saludable». La exigencia de que las iglesias defendieran este sentido de la crítica llevó, tras el libro de Tillich, a las campañas por los derechos civiles, que exigían la igualdad de blancos y negros en los Estados Unidos. Su previsión de que eso implicaba un fuerte compromiso, e incluso el martirio, se verificó en la muerte de Martin Luther King.

La obispa de Washington, que preside las congregaciones episcopalistas de Maryland, encarnó el principio protestante ante el emperador del mundo, Donald Trump. Afortunadamente para ella, no había en la sala, como sucedió en Worms en 1521, ningún duque de Alba que gritara «¡A la hoguera!». A pesar de todo, observaremos el futuro de Mariann Budde. Por ahora, ha despertado la irritación de Trump, que ha calificado el discurso como carente de inspiración, y a ella de no hacer bien su trabajo. Alguien que tiene la certeza de que Dios desvió la bala que iba a matarlo, se siente autorizado a calificar un discurso, que recuerda la misericordia, la base misma del cristianismo, como «poco inspirador».

Recordar el sufrimiento que ha producido con sus anuncios y con sus órdenes ejecutivas, no es poco inspirador. Es recordar que Trump no tiene ninguna razón para escudar sus medidas tras el credo cristiano. Y es proclamar al mundo que lo que inspira esas medidas contra homosexuales y migrantes, es sencillamente una ideología sin otro motivo que el odio y el desprecio. Pues la construcción madura de una singularidad personal desde el punto de vista de la sexualidad no hace mal a nadie, sino bien al que se siente reconocido con ella. Perseguir a estas personas es sembrar el sufrimiento. Caracterizar a los migrantes de criminales, cuando de ellos depende la economía del país, es sencillamente proclamar la mentira.

Hay dudas acerca de cuál era aquella acción contra el espíritu que no será perdonada, pero un firme candidato es propalar la mentira sabiendo que lo es. Esa es la destrucción del espíritu en lo humano. Pero lo que me pareció más relevante del discurso de la Dra. Budde fue que, allí, en la amplia estancia de la catedral de Washington, tan grande como el salón de su entronización, Trump de repente fuera alguien pequeño. Su cara era la propia de un niño refunfuñando. El primer banco con los dos hombres más poderosos de la tierra, de repente fue un banco solitario, y sus ocupantes, que tenían que permanecer pasivos mientras una frágil mujer apenas susurraba un puñado de verdades, se convirtieron en cuatro seres humanos tan pequeños como los demás, seres que no pueden controlarlo todo porque, por mucho que pretenda hacerlo la red X de su amigo Elon Musk, nunca se podrá controlar una conciencia con una verdad que decir.

Por supuesto, supongo que la Dra. Budde sabrá que los votantes de Trump le habrán entregado sus votos inducidos también por su manera de entender el cristianismo. Se podría decir mucho al respecto. Pero sin entrar ahora en disquisiciones históricas que nos podrían llevar muy lejos, lo decisivo es que su mensaje fue dirigido contra el poder del Leviatán del mundo, el que inspira el miedo más intenso que cualquier otro. Y se dirigió a él sin arma alguna. Solo con su voz, con la clara voluntad de poner en primer plano el apacible buen sentido, la serenidad y la carencia completa de afectación.

Al final, todo se resuelve en una cuestión estética y la revolución que trajo el principio protestante al mundo también tiene una. En el presente en el que vivimos, la línea roja que divide los campos, al menos para mí, es la de la prepotencia, la arrogancia, el mesianismo, la usurpación grandiosa del carisma, la impostura de la euforia del triunfador, lo que he llamado el algún libro perdido lo «sublime público». Ahí anida la mentira del mundo. Quien se enrola en esa actitud no hace sino engrosar las filas de la brutalidad. Tras esas filas, siempre bulle la furia del animal de presa.

Por eso la Dra. Budde nos dio el ejemplo en el que debemos reparar. Fue el austero y sencillo buen sentido con que organizó sus palabras, que podría haberlas pronunciado cualquiera de las víctimas de tener el poder de hacerlo. El estilo Trump no será vencido por otro igualmente altanero, instalado en la actitud exagerada y prepotente, ni por la marrullería a la que nos tienen acostumbradas las banderías políticas, sólo pendientes de mostrar la falsedad y la hipocresía de la posición del rival, pero carentes de la capacidad de comunicarnos una verdad propia. Unos y otros, sin excepción, se convierten en aliados potenciales del emperador del mundo, por el caos que siembran en las escandalizadas conciencias de la ciudadanía.

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