Opinión | Retiro lo escrito

Un mal día

Turistas en un paseo marítimo del Archipiélago.

Turistas en un paseo marítimo del Archipiélago. / Europa Press

Definitivamente hay días perdidos, como éste. Primero los pierde la irritación, luego los extravía el hartazgo, finalmente parecen a punto de escapar de la cordura. Días es que no aguantas una mentira más que se toman contra como píldora contra el miedo individual, los miedos colectivos. Sabemos que son mentiras, pero las ingerimos como placebos. Son días en los que oyes una palabra más sobre la crisis de la vivienda y juras que será la última mientras acaricias una recortada imaginaria. Durante la pasada legislatura autonómica no se entregó ni una sola vivienda pública nueva de las supuestamente proyectadas durante cuatro años. En unos pocos meses alcanzaremos el ecuador de la legislatura y el balance sigue siendo el mismo: cero. Nada. Y estos casi seis años de palabrería y propaganda un gobierno que nos cuesta una gónada y parte de la otra, una fenomenal burocracia coronada por un aparato de dirección política digno del PIB per cápita de Baviera, se ha mostrado incapaz de poner en marcha una política pública básica en una coyuntura cada vez más grave de crisis habitacional. No hay excusas. Si en cerca de seis años los cuatro principales partidos de un país han sido literalmente incapaces de construir una puñetera vivienda pública es por su escandalosa –más aún, desvergonzada– incapacidad de gestión.

Una estación de guaguas del sur de la Isla. La guagua sale a la siete de la mañana para bajar hasta la costa. Cuando llegas, todavía no ha terminado de amanecer, ya te encuentras con medio centenar de turistas esperando con sus mochilas y sus pequeñas maletas. Petan la guagua y te quedas fuera. Ocurre todos los días, sin excluir los fines de semana, y ya te has llevado varias broncas de tu jefe por impuntual. A esta avalancha de turistas se añaden los migrantes extranjeros que han llegado por muchos miles en la última década y que como tu trabajan en hoteles, apartahoteles, restaurantes, bares, peluquerías, supermercados. No merece la pena hablar del delirante sistema de taxis inspirado y protegido por los ayuntamientos y que alcanza en los aeropuertos su máximo esplendor. Los taxistas isleños parecen un cuerpo funcionarial, como los abogados del Estado, con sus plazas heredadas y sus tarifas fijas y su decisión, llegado el caso, de ahorcar a cualquier que se atreva a pedir que funcione aquí UBER. Pero no es eso. Los turistas y migrantes se apelotonan en todos los lugares y las imágenes te recuerdan esa novela, ¡Hagan sitio, hagan sitio!, en la que se basó la peli de ciencia ficción Soylent Green, la última en la que apareció Edward G. Robinson. Colas en las tiendas. Colas en las oficinas públicas. Colas en los servicios médicos. Colas. Colas. Colas. Es una realidad que le resulta completamente ajena a los chicharreros o los laguneros pero que afectan cotidianamente a muchos habitantes de los municipios sureños, que complementan sueldos muy ajustados y alimentos más caros con infinidad de molestias, incomodidades, postergaciones. Pero no se puede comentar. No se puede decir. E el discurso público se imponen dos mantras sustentados en chácharas de encargo. El turismo es invariablemente una bendición. Quien ose criticar la migración es un fascista. Políticos, profesores, zumbados de la izquierda pitiguay y opinólogos de buen corazón censuran cualquier palabra sobre los impactos negativos de la migración pero el resultado es inútil y en el agua encrespada del malestar social pesca la ultraderecha. Primero con caña. Pronto lo hará con redes.

Salarios mezquinos, una ridícula inversión universitaria y en I+D+i, presidentas de parlamento que mantienen en secreto lo que ganan, un sector cultural muerto y casi enterrado, una élite empresarial rentista y palaciega en un capitalismo de amiguetes. Un mutismo pútrido que lo envuelve todo. Ya es digo: un mal día. Una mala época. Un mal país.

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