Opinión | Risas y fiestas
Aida González Rossi
¿Confías?

¿Confías? / El Día
La confianza, qué cosa tan compleja. En Balada de pájaros cantores y serpientes, la precuela de la saga Los juegos del hambre, un personaje dice algo que me parece bastante revelador: es más importante confiar que querer. El libro se basa un poco, de hecho, en ese enredo moral: ¿que alguien te quiera resulta suficiente si se da una situación en la que su propia supervivencia, o incluso su propio deseo, puede verse en riesgo? ¿Puede haber confianza si todas somos, de alguna manera, narradoras no fiables? Una narradora no fiable es la que nos cuenta la historia solo desde su perspectiva y juega con ello y nos engaña un poquito, o mucho, da igual cuánto. Para los personajes, en el mundo de dentro de la historia, la narradora no fiable debe verse un poco así: alguien hace una cosa. Pero no sabes cómo se lo cuenta a sí misma. Y si su relato es otro que lo cambia todo o y si hay motivos tras este apretarme la mano que nunca voy a llegar a conocer.
Ese es el mayor miedo: ¿me estás diciendo la verdad? Sin embargo, creo que de ese laberinto sí que puede salirse, porque no es difícil que aprendamos a leer a las otras y no somos tan impenetrables como pensamos. Lo que a mí me genera más conflicto es: ¿y los cambios? ¿Y los errores? ¿Y los convencimientos turbios? ¿Y los puntos ciegos? ¿Y las disociaciones? ¿Y las imaginaciones desbocadas incluso? ¿Y las ideas repetidas hasta que se pervierten? ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que las personas somos falibles y convencibles, de que a veces no nos pensamos del todo bien las cosas y encima vamos creciendo y crecer consiste en desmontar, en cierta manera, a quien fuiste? Para opinar lo que opino ahora, he tenido que rebatir lo que opiné en otro momento, muchas veces. Si me concentro demasiado en esto, me mareo un fisquito: es posible que todo lo que me cuenta mi amiga y en lo que la creo hasta reventarme viva incluso de creerla tanto cambie y sea en el futuro la burrada esa que usaste como autoexcusa para no entender lo que te pasaba, ¿te acuerdas?, el cuento que te inventaste porque querías desver tu gordofobia, por ejemplo, o el discurso de odio que te vendieron porque no parecía un discurso de odio y todo mezclado y no arrancaste las piecitas del puzzle a ver qué había debajo porque confiaste, mal, fatal, tía.
Los fallos. Te escucho, sí, pero ¿y si te equivocas, y si no lo ves todo, y si hay mecanismos opresivos que hacen que nuestras ideas parezcan sólidas como bloques de los que se quedan botados ahí donde hubo alguna obra y en realidad las ideas deberían ser porosas y rompibles como la piedra pómez con la que te limas las durezas de las patas? Esto tiene dos dimensiones para mí. La primera, la más obvia: la política. Cuando era muy joven, me encantaba relacionarme con personas mucho mayores que yo. Y mi mente generó una especie de vicio-vagancia-baja autoestima: tengo que absorber lo que piensa la gente que me parece que piensa bien porque la verdad es esa y para ser quien sé que soy debo ser también de esa manera. Al final, bueno, me explotó en la cara el chiringuito. Porque todo ese discurso era estupendo pero no lo revisaba ni lo completaba yo con nada, y de pronto me topé con una yo que no era capaz de integrar lo que, por ejemplo, en ese molde con puntos a los que no llegaba la luz (sorpresa: en todos los discursos hay puntos sin luz), o no era capaz de generar sobre todo eso un pensamiento crítico mío, genuino. Mi identidad consistía en casarme con tal o cual idea, y entonces qué difícil elaborar ideas desde mi identidad. Fuerte paradoja. Ejemplo de esto: se nos está vendiendo un discurso racista entretejido en la importantísima crítica a la hiperturistificación y nos lo estamos creyendo, porque confiamos en que si las palabras «la gente de fuera» vienen de tal o cual boca no se están refiriendo a esas personas a las que no queremos oprimir, claro que no, o ni siquiera pensamos en que a esas personas las podemos oprimir, en que esas personas no tienen la misma voz que nosotras y por eso, pues ya lo ven… Me da muchísima pena esto. Al final, los mismos argumentos derechosos y nos fiamos de ellos porque vienen de puntos de supuesta confianza y no. Las ideas caminan solas. Podemos fallar.
La segunda dimensión del asunto tiene que ver con esto de las cosas que caminan y se mueven y se dicen y desdicen. Oye, ¿cómo confiamos en alguien si las personas somos cambiantes y equivocables? Quizá es justo ahí: confiar es confiar en la revisión, en la responsabilidad, en abrirse a integrar y evolucionar. Confiar en alguien es confiar en que sabe que en algo falla seguro.
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