Opinión | Retiro lo escrito
José Abad

Pepe Abad en su taller de La Laguna. / Carsten W. Lauritsen
José Abad necesitaba espacio. Un espacio superior a él mismo, desde luego, para poder saber lo que había hecho, lo que decía en el silencio, la escultura iniciada, la que estaba haciendo o la que había terminado. Hasta cierto punto necesitaba espacio para poder dialogar cómoda e interminablemente con la materia, con la forma, con la luz. Necesitaba espacio para trabajar: en la extensión de sus grandes esculturas –aunque tenga piezas bellísimas de pequeño formato– y en la rotundidad gozosa de las formas podría seguir investigando y creciendo, porque ante Abad uno siempre ha pensado que, pese a su asombroso volumen de trabajo, toda su escultura obedece a una metamorfosis extraordinaria del material sometido a su inteligencia imaginativa, una metamorfosis sin solución de continuidad desde la primerísima juventud hasta hace muy pocos días, ya cumplidos los 82 años.
Su obra escultórica es un bosque por donde avanzar segundos o décadas y en el sendero las piezas nos miran, nos interpelan, nos ofrecen síntesis expresiva, trazos de sensualidad y una ironía extrañamente retráctil en el hierro o la madera. La ironía conceptual de un escultor entre el siglo XX y el XXI, entre la tradición de la vanguardia y la escéptica soledad del herrero en su taller. Orgullosamente solo, lúcido y estupefacto con todos, con cada uno de nosotros.
José Abad necesitaba el mundo. No le interesaba la pureza y tal vez le repugnaba cualquier pretensión de una práctica artística orientada hacia pretensiones filosóficas, metafísicas, esencialistas. La escultura no podía ni quería ser reflexión sobre sí misma, pureza, obsesiones por el origen, la identidad o demás majaderías de los que en realidad la degradan o ridiculizan. La escultura –para Abad– era fisicidad. Una obra volcada hacia el exterior y no hundida en la ciénaga de su propio proceso creativo. Por eso sus piezas son inequívocamente rotundas, a veces sutil y otras drásticamente sensuales. Otras veces no: otras son máquinas –o podrían ser máquinas– cuya utilidad olvidada descansaría en algo imposible o monstruoso que apenas se plantea o se insinúa o se percibe.
José Abad necesitaba libertad y no se recató en tomarla y asumirla con sus costes, sus gabelas y sus exigencias, al precio que fuera. Es muy difícil citar a otro artista de nuestras ínsulas baratarias tan testaruda y celosamente libre y recorriendo decididamente caminos que a menudo debía desandar y lo hacía con toda esa brutalidad ejemplar que define –disculpen ustedes– a los verdaderos escultores. Por supuesto que esa actitud le llevó a cultivar malentendidos que a veces duraron toda la vida. Abad negoció y mucho para vivir y esculpir –para vivir esculpiendo y esculpir viviendo– con muchos políticos y administraciones públicas. Cuando podía se aprovechaba gentilmente de amigos y compañeros con mayores habilidades sociales, de aquellos bienaventurados con buenas agendas y tino en la gestión de sus relaciones, y así vendía piezas, cerraba pequeñas muestras, conseguía grandes exposiciones públicas. En Canarias, en España y en numerosos países europeos. Eso, por supuesto, jamás le impidió denunciar con cierta furia, con cierto desprecio, la destrucción o ruina de algunas de sus obras que esas administraciones y políticos, una vez adquiridas las piezas, las dejaban pudrir en la intemperie o en semisótanos ignorados hasta por los bedeles. Aprendió que quejarse era por lo general inútil, pero aun así insistía y, sorpresa, alguna vez consiguió victorias sobre la indolencia colectiva.
Lo que no necesitó José Abad jamás fue el Premio Canarias. Los sucesivos jurados, sin duda, conocían esto último, y con una mezquindad tan necia como irreprochable se lo negaron durante cuarenta años.
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