Opinión | Un carrusel vacío
El indomable Paul Newman

El indomable Paul Newman / El Día
No solo tenía los ojos más bonitos de Hollywood; también era un gran actor y, además, una persona solidaria y comprometida. Una combinación poco habitual. El pasado 26 de enero, Paul Newman habría cumplido cien años, y me sorprende que ninguno de mis alumnos haya oído hablar de él. La época dorada del cine se va desintegrando entre las nuevas generaciones, acostumbradas a un código más centrado en los efectos visuales que en la propia actuación.
Fue precisamente en mi adolescencia cuando vi, por primera vez, esa maravilla que es La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958), basada en la obra homónima de Tennessee Williams. Aunque no supe interpretar entonces el mensaje latente en la desdeñosa actitud de Brick hacia su esposa, «Maggie la Gata» –Brick sufría por tener que ocultar su homosexualidad–, sí me impresionó la fuerza de la actuación de Newman, acompañado por esa otra gran actriz que fue Elizabeth Taylor, de la que se decía que tenía ojos color violeta. Aunque en realidad eran de un tono azul violáceo, no se puede negar la belleza y la profundidad que desprendían. Los que probablemente fueran los actores más guapos de aquella época –por no decir de cualquiera– aparecían juntos en un filme que, debido a su origen teatral, basaba todo en los diálogos, los gestos y, en definitiva, en las figuras protagonistas. El resultado fue, cómo no, un auténtico éxtasis tanto en el sentido estético como en el intelectual.
Newman no solo era guapo; también tenía carisma. Aquella escena de La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg, 1967) en la que su personaje, el terco recluso Luke, come cincuenta huevos duros en una hora, se hizo muy famosa en la historia del cine, pero, en parte, me molesta que la gente solo recuerde eso, cuando se trata de una película magnífica de principio a fin, que nos presenta a un hombre que, mediante su sacrificio y su alegría, salva a todos sus compañeros de prisión de la desesperanza. Luke encarnaba esa mezcla de seriedad y picardía que Newman sabía plasmar en todos sus personajes a través de su característica media sonrisa, la misma que luce Butch Cassidy en Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969). Es memorable la escena de la bicicleta, con la banda sonora de «Raindrops Keep Falling On My Head», en la que debe huir de una vaca. No me extraña que, en la historia, la novia de Sundance Kid, interpretada por Katharine Ross, no parezca tener muy claro el objeto de sus afectos; que Robert Redford era guapo, pero, al lado del encanto de Newman, poco podía hacer. Le ocurre lo mismo a Redford en El golpe (George Roy Hill, 1973): que se desluce. Y eso que, para entonces, Paul Newman ya tenía casi cincuenta años. Pero lo suyo no remitía con la edad; de eso nos percatamos en Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002), en la que conservaba toda su elegancia a pesar de sus setenta y siete años. Fue su última película y una de las mejores actuaciones de su carrera.
La humildad de la que siempre hizo gala no era una pose: se la había inculcado su padre, con quien mantuvo una fría relación. Su madre era una inmigrante eslovaca. Al amor de su vida, la actriz Joanne Woodward, la conoció estando casado, con tres hijos. Se encontraron en 1953, en la oficina del agente de Newman, en la que él había entrado para combatir el calor –había aire acondicionado– y ella con la aspiración de lograr un papel. Tiempo después, el actor se divorció de su primera mujer y se casó con Woodward, con quien tuvo otros tres hijos. Aunque su matrimonio siempre se puso como ejemplo de constancia y romanticismo en el veleidoso universo sentimental hollywoodiense, lo cierto es que, como todas las historias, tuvo sus luces y sus sombras. La excesiva afición de Newman por el alcohol, por ejemplo, o alguna que otra infidelidad. A él, que dijo aquello de «Por qué iba a comer hamburguesa, teniendo solomillo en casa» –el «solomillo» era Joanne–, las malas lenguas le contraatacaron con un apunte: «Pero al bacon no pudo resistirse», haciendo alusión a su romance, de año y medio, con la periodista Nancy Bacon, que le había presentado Robert Redford. Sin embargo, la pareja pudo superarlo, gracias al amor y la complicidad que compartían, que ya se refleja en El largo, cálido verano (Martin Ritt, 1958), la primera película en la que actuaron juntos.
«Actuar es absorber las personalidades de otros, a las que añades algo de tus propias experiencias», llegó a afirmar. Su vida, más compleja de lo que tantos imaginan, aportó, sin duda, muchos matices a sus interpretaciones. Hoy sabemos que el cine no habría sido lo mismo sin él.
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