Opinión | Formación
La vida misma

Alumnas del Centro de FP Las Indias, en Santa Cruz, durante una clase de formación orientada al empleo. / Andrés Gutiérrez
Aunque se vayan cumpliendo años y con ello la experiencia vaya adquiriendo fuerza, sobre todo, con la acumulación de conocimientos certeros para afrontar los quehaceres diarios, tanto profesionales como personales, siempre hay un nuevo acontecimiento que nos sorprende o una incidencia que aporta para nuestro aprendizaje vivencial. Nunca obviemos, o por lo menos no debería suceder, dejar de ser fielmente estudiantes con ganas de aprender. Dejarnos asombrados o más bien admirados no es una niñería, sino la adultez del que está abierto a ver lo que le rodea con ojos nuevos.
La sorpresa no sólo es pillar a alguien desprevenido, tampoco se queda en conmover, suspender, maravillar con algo imprevisto, raro, incomprensible, descubriendo lo que alguien ocultaba o disimulaba, va mucho más adelante, es dejarse fascinar interiormente por lo que no se espera, pero se tiene la suerte de disfrutar. El filósofo, lógico y científico estadounidense Charles Sanders Peirce lo resumió espléndidamente cuando dejó escrito que «todo lo que la experiencia vale la pena que nos enseñe nos lo enseña por sorpresa».
Hay casos que emocionan, no por puro sentimentalismo superficial, sino por su honda repercusión en nuestra entera convicción de que hay personas, con corazones grandes y, sobre todo, agradecidos. Un caso concreto experimentado la semana pasada se me ha quedado literalmente grabado en la memoria, por lo conmovedora de la historia. En un curso, recientemente celebrado, de formación para la capacitación profesional dirigido específicamente a mujeres, ya con unas dificultades incorporadas bastante problemáticas, con el fin de que se puedan incorporar al mercado laboral, había un grupo de todas las edades, destacando aparentemente dos, una por su juventud, rebosando avidez por instruirse, y otra por su más que clara madurez, era lo que se llama una persona mayor. Estuvieron un mes asistiendo a clase todos los días, con las dificultades añadidas y particularizadas de cada una, que le significaba esa presencia activa, atenta y sobre todo con ganas de aprender.
Llegado el día de entrega de diplomas, estaban las alumnas, los profesores, los organizadores materiales, siempre tan valiosos e imprescindibles, junto a los representantes oficiales de las entidades que promovieron esa formación especializada. Cuando empezó el acto, me llamó la atención la presencia de un chico joven, sentado en medio de la sala, con un ramo de flores en sus manos. Yo lo miraba de vez en cuando y no atinaba a descubrir qué hacia allí con ese obsequio y para quién era, no por pura curiosidad, sino por la extrañeza de esa actitud, que después de tantos años haciendo entrega de distinciones, era la primera vez que lo veía, por lo menos no preparado desde la organización, que eso sí es común.
Cuando se terminó de conceder a cada cual la acreditación correspondiente de haber hecho el curso, con los aplausos y alegría correspondiente, me fijé en lo que iba a hacer; fue sencillo y a la vez emocionante, se levantó y se dirigió calladamente a la mujer ya con bastantes años que, por cierto, debido a su edad, me imagino que el esfuerzo que hizo para terminar el curso y superarlo tuvo que ser bastante enérgico, entregándole con un cariño, que resaltaba en su rostro, el ramo de flores que con tanto afecto llevaba, era su madre. Había pedido permiso en el sur de la isla donde trabajaba para trasladarse expresamente a Santa Cruz para estar presente en el acto y públicamente, pero de manera discreta, entre ellos dos, manifestarle a su progenitora el orgullo que sentía y el amor que le profesaba. Salieron los dos juntos caminando, dando un ejemplo de humanidad.
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