Opinión | A babor
El mundo nuevo de Trump

President Donald Trump, center, speaks with House Speaker Mike Johnson, R-La., following a signing ceremony in the President's Room after the 60th Presidential Inauguration, Monday, Jan. 20, 2025, at the U.S. Capitol in Washington. (Melina Mara/The Washington Post via AP, Pool). POOL IMAGE / Melina Mara
El viernes previo a su toma de posesión, y con un único gesto, Trump logró aumentar en 40.000 millones de dólares su fortuna, poniendo en circulación un memecoin –$TRUMP, una criptodivisa sin activos subyacentes–, que decenas de miles de ciudadanos compraron masivamente para manifestar su apoyo a la figura o las políticas del aún presidente electo. La cotización pasó rápidamente de los diez dólares a los 72, aunque acto seguido se redujo a los 50, como resultado del lanzamiento, el mismo día, horas más tarde, de otro memecoin similar –$MELANIE– amparado en la figura de la futura primera dama, que atrajo la atención de los inversores, provocando una caída de casi un tercio del valor de la cotización alcanzada por la de Trump. Un buen pellizco, en cualquier caso, conseguido en apenas unas pocas horas, por alguien que hasta su caída del caballo camino de Silicon Valley defendía públicamente que las cripto son un timo. Ahora Trump se ha convertido en su principal propagandista y defensor, y su gobierno aprobará todo un catálogo de medidas para un uso generalizado del criptodinero, refugio de la opacidad y la especulación.
El cambio de criterio de Trump sobre la pasta virtual ilustra bien su capacidad de adaptación y su escasa preocupación por la coherencia. Trump se mueve en los límites de lo posible, y parece no preocuparse mucho del impacto de las medidas que adopta, sino de su repercusión en un cuerpo social –el americano medio– que espera que Trump devuelva a América su perdida grandeza, sea eso lo que sea.
Mientras Biden se retira con una fórmula compasiva que arriesga con destruir el Estado de Derecho y abre a la impunidad los delitos cometidos por parientes del presidente, funcionarios públicos o servidores del Estado –el formato del indulto preventivo–, Trump inaugura su mandato con decisiones dirigidas a las tripas del país, populismo enlatado para consumo masivo, que no pretende resolver los complejos problemas de la sociedad USA, sino devolver a miles de estadounidenses la percepción de ser grandes en una tierra única. Para difundir esa sensación de poder y privilegio, prometida como mantra de campaña, Trump inicia su mandato al son de las canciones de Village People que motivaron a la comunidad gay en los 80 –YMCA o Macho men- y detalla el más contradictorio programa jamás planteado por un presidente estadounidense. Primero, las viejas obsesiones de política interior. Emigración: prohibir la nacionalización por nacimiento, identificar como terroristas a los inmigrantes organizados, «detener a millones de criminales y devolverlos a los lugares de donde vienen», declarar la emergencia nacional y enviar al ejército a la frontera sur del país, para lograr que los mexicanos se queden en su país. Economía y transformación: controlar la inflación, recuperar la industria, convertir USA en la capital cripto del planeta, reducir el precio de la energía, recuperar el petróleo, perforar, perforar, perforar, impedir la producción e importación de coches eléctricos, apostar por la industria pesada, acabar con las políticas verdes, abandonar el acuerdo de París contra el cambio climático. Y encargar al magnate de cámara, Elon Musk, la puesta en marcha de un departamento de eficiencia gubernamental, capaz de enfrentarse a la burocracia y el estado federal que él mismo preside. Y el retorno conservador: reconocer solo los géneros masculino y femenino, desterrar el wokismo de las escuelas… Y después la política garrote del America first: cambiarle el nombre al Golfo de México, comprar Groenlandia, forzar con aranceles salvajes la ruina de Canadá para precipitar su integración como nuevo estado de la Unión, plantar la bandera de las barras y estrellas en Marte… Y por último la política internacional: dividir a la Unión Europea, esa reserva de burócratas e izquierdistas, enfrentar a unos países europeos con otros, apoyar a las ultraderechas del continente, abandonar Ucrania y la OTAN a su suerte, si los países europeos no duplican su gasto militar, frenar el crecimiento de China, meter en cintura a los Brics…
Es la revolución del sentido común, sobre la que las mayorías que sostienen a Trump no se ponen del todo de acuerdo. Es el nuevo y confuso discurso de un poder omnímodo, en el país por poco tiempo aún más poderoso del planeta, que aspira a contentar a las clases medias empobrecidas –la basura blanca que ha respaldado masivamente a Trump, pero también los hispanos de segunda generación y los negros asentados–, mientras los inmensamente ricos se hacen cada vez más inmensamente ricos. Un discurso de raíz conservadora, formas radicales, praxis populista e inspiración anarcomillonaria. Un experimento político y social que pretende construir el mundo nuevo. No creo que lo logren: la segunda administración Trump cambiará muchas cosas, corregirá otras, disfrutará el aplauso de críticos anteriores, pero será bloqueada por sus propias contradicciones, o llevará al país a la guerra civil. Me preocupa más el fracaso de Europa.
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